Todos somos Bradley Manning
El festival de Edimburgo, el mayor dedicado a las artes escénicas del mundo, indaga en la actualidad internacional en una de sus ediciones más políticas
Un corpulento marine estadounidense supervisa a los visitantes que se atreven a circular por el largo pasillo que conduce hacia la sala de actos. De fondo, se escucha un tiroteo, varios aviones que sobrevuelan el campo de batalla y una acalorada conversación por walkie entre militares. Podrían ser las trincheras afganas, si no fuera por el gran retrato del papa Francisco que sonríe en un rincón, o por esos murales preparados, con más esfuerzo que destreza, por los alumnos de la clase de español. Nos encontramos en un instituto católico del centro de Edimburgo, escogido como improbable escenario de una de las obras que más ruido están haciendo en el gigantesco festival de artes escénicas que, cada mes de agosto desde 1947, invade las calles de la capital escocesa.
Al llegar al final del perímetro de seguridad, cuatro actores gritan a pleno pulmón:
—¡Bradley Manning es un héroe!
—¡Bradley Manning es comunista!
—¡Bradley Manning es gay!
—¡Bradley Manning es un signo de los tiempos!
En el centro de la sala, el intérprete que encarna al joven soldado aparece desnudo y tiritando, a la espera del desenlace de su juicio final. En ese mismo instante, aunque cinco zonas horarias hacia el oeste, un tribunal militar decidía la suerte del auténtico Manning, mártir de los tiempos modernos que se expone a pasar 136 años en la cárcel por haber filtrado cientos de miles de informes militares y puesto en riesgo la seguridad nacional. En esta edición del certamen, la actualidad en tiempo real se ha subido al escenario. Y esta biografía imaginaria del militar estadounidense parece la mayor prueba de ello. “El teatro tiene una capacidad de reacción que no tienen el cine o la televisión, que siempre llevan más tiempo”, explica Tim Price, el joven dramaturgo galés que ha escrito la obra. “La escena suele ser un lugar de escapismo, pero no puede limitarse a ser eso. Nuestra función también consiste en darle sentido a este mundo saturado de información”, añade Price.
El autor teatral, convertido en promesa ascendente de la escena británica, ya prepara su debut en el National Theatre de Londres con vistas al otoño con un espectáculo sobre el movimiento Occupy. Pero, además, también ha traído a Edimburgo otro show inspirado en la actualidad más reciente: I’m with the band, donde pone en escena a un grupo de rock formado por un inglés, un escocés, un galés y un norirlandés. Sus días de gloria han quedado atrás, su single We’re all in this together (Estamos juntos en esto) parece un lejano recuerdo y la crisis creativa se ha instalado en la sala de ensayo para quedarse.
Así que, cuando el guitarrista escocés decida que es hora de echar a volar e iniciar su carrera en solitario, la supervivencia de la banda peligrará. “Quien no pille la alegoría debe de estar dormido”, se oía decir a un espectador a las puertas del mítico Traverse, epicentro de la escritura escénica escocesa, con el referéndum de independencia previsto para 2014 en la cabeza.
En ese mismo edificio, otra obra nutrida de referencias a la actualidad se representa cada noche sin dejar una sola entrada a la venta en taquilla. Se titula The events y se inspira en la matanza de 2011 en la isla noruega de Utoya. Inspecciona, con la ayuda de dos intérpretes superdotados y un coro griego formado por ciudadanos autóctonos, las consecuencias de la tragedia en cualquier comunidad. Su autor es David Grieg, quien acaba de triunfar en el West End londinense con una adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate orquestada junto a Sam Mendes. No son excepciones. Un vistazo rápido al mastodóntico programa de Edimburgo —2.800 espectáculos en un total de 273 escenarios, de grandes auditorios a unos servicios públicos— deja claro que los titulares de prensa han asaltado la ciudad. Las obras inspiradas en la actualidad política y social abundan tanto en el Festival Internacional, centrado en el teatro de vanguardia y la música clásica, como en el Fringe, ese hermano gamberro y contracultural surgido como programa off, pero que acabaría devorando al mayor contra pronóstico.
“El Fringe no tiene un director artístico que decida una línea a seguir, así que esta politización de produce de manera espontánea”, puntualiza su directora, Kath Mainland. “Las compañías están formadas por ciudadanos que responden a lo que ven a su alrededor, a lo que leen en el periódico cada mañana”, añade. Lo que explicaría la presencia en Edimburgo de una ficcionalización de la vida entre rejas de la exlíder ucrania Yulia Timoshenko, condenada a siete años de prisión por traición a la patria, que ha llevado al escenario una pequeña compañía croata con el visto bueno de su hija Eugenia.
Al sur de la ciudad, la obra Our Glass House se representa en un pequeño apartamento privado de Wester Hailes, barrio conflictivo donde los índices de abusos incrementan año tras año. Los dos actores interpretan a personajes que podrían vivir perfectamente en ese mismo piso de protección oficial. Mientras tanto, otros apuestan por el humor para hacer pasar el mensaje. A la vuelta de la esquina del mítico Fettes College —la exclusiva escuela que inspiró Hogwarts y donde habría estudiado James Bond, según su creador Ian Fleming, tras ser expulsado de Eton por seducir a una sirvienta—, un educadísimo joven recibe al visitante con té y galletas, antes de revelar su verdadera identidad: se trata del terrorista más buscado de la última década. La obra se titula Bin Laden: the one man show.
A Angela Bartie nada de esto le sorprende en exceso. “Edimburgo es un lugar de controversia. Casi cada año se produce alguna polémica. ¿Pero no es la función de las artes interpelar, desafiar y provocar?”, se interroga. Esta historiadora de la posguerra británica, que imparte sus clases en la archienemiga Glasgow, ha estudiado la trayectoria del certamen en un libro de reciente aparición, The Edinburgh Festivals, donde examina la agitación política como parte del código genético del festival.
Por lo menos, desde los años sesenta, cuando los edificantes valores que habían inspirado a sus impulsores a inventarse esta cita para favorecer la cohesión social tras el cataclismo de la guerra —“la edición de 1947 se abrió con una misa en la catedral de Saint Giles”, apunta Bartie— acabaron cediendo terreno a la voluntad de convertir el festival en espacio de resistencia a la moral dominante. “La desnudez, la sodomía, el fetichismo, el voyeurismo e incluso la heterosexualidad han estado muy presentes”, ironizó la afilada pluma del periodista Alistair Moffat, que más tarde dirigiría el Fringe, describiendo una edición de principios de los años setenta.
No es extraño que una superviviente de aquellos días como Patti Smith terminara su recital poético del martes, dedicado al poeta Allen Ginsberg y con acompañamiento musical de Philip Glass, con una consigna política. La cantante intentó seducir al público con poemas de una gloria local como Robert Louis Stevenson y con una inesperada reinterpretación del Beautiful boy, de John Lennon en homenaje al famoso Royal Baby. Pero a los autóctonos les rechinaron los dientes. Smith tuvo que recurrir a su inoxidable People have the power para asegurarse un aplauso final, con Glass convertido en inesperado aliado en el piano. “Nos os olvidéis de utilizar vuestra voz”, dejó dicho antes de salir de escena.
La política ante todo.
Programa de mano para la capital de los festivales
- ¿Qué ver? Hasta mil funciones y actos diarios se celebran en todos los puntos de Edimburgo, donde estos días es posible alternar una versión china del Coriolano de Shakespeare a ritmo de heavy metal con una conferencia de Salman Rushdie, o un espectáculo de burlesque feminista con un monólogo cómico a cargo de Gemma Whelan, la hermana incestuosa de Juego de tronos. Pero no solo de teatro vive la ciudad. Además de los dos festivales de artes escénicas, se organiza el Festival de Arte de Edimburgo (hasta el 1 de septiembre) y el Festival Internacional de Literatura (hasta el 26 de agosto), sin contar el Military Tattoo, celebración folclórica en forma de gran desfile marcial al ritmo de gaitas y tambores, que tiene lugar cada noche hasta el 24 de agosto junto al Castillo de Edimburgo.
- ¿Dónde salir? Durante agosto, la población local se multiplica por dos hasta alcanzar un millón de personas y abandona el rigor presbiteriano para abrazar un desacomplejado hedonismo, como demuestra la vida nocturna durante agosto. Bares y clubes prolongan su horario de apertura hasta las 3 o incluso las 5 de la madrugada. Se puede optar por la juvenil y concurrida terraza del Underbelly (56, Cowgate, en la ciudad vieja), donde durante el día se celebran maratones de stand-up cómico, o bien por las noches literarias en la Spiegeltent de Charlotte Square, que invitan a aspirantes a escritor a compartir sus textos con el público entre pintas de cerveza a precio irrisorio. En el otro extremo de la exclusiva George Street, el Café Royal (19, West Register St) se distingue como el pub más refinado del lugar, a escasos metros del club Voodoo Rooms, que toma el relevo hasta altas horas.
- ¿Dónde comer? La mejor gastronomía se concentra en el barrio portuario de Leith, como el restaurante del chef escocés Martin Wishart (54, The Shore), premiado con una estrella Michelin, pero también The Roseleaf (23, Sandport Place), conocido por sus cócteles. En la ciudad nueva, el majestuoso The Dome (14, George Street) es una institución local que sirve hasta después de que terminen las obras teatrales. Y, en la cuesta que conduce al castillo, The Witchery (352, Castle Hill) apuesta por una experiencia única y algo fantasmagórica a la luz de las velas. En la célebre Royal Mile, Wedgwood (267, Canongate) se ha convertido en lugar de referencia para la cocina escocesa contemporánea.
Babelia
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