Madelaine
Debo la rebeldía de mi primera juventud a las reglas estrictas que siempre recibí en casa
El matrimonio, y sobre todo la reproducción, deberían estar vetados para personas inmaduras. Cuando tenía veinte años cometí el error de enamorarme de Víctor, un chico mexicano apenas mayor que yo con mucho talento para las artes plásticas. Nos conocimos en París, durante una exposición colectiva que organizó el Palais de Tokyo sobre artistas noveles del mundo. Con él viajé a México, a Sudamérica y a la India, país por el cual sentíamos entonces una gran afición. Fue un amor fulgurante y sin ambigüedades. Estábamos convencidos de que permaneceríamos juntos el resto de nuestra vida y por eso, cuando la casualidad quiso que me embarazara, nos pareció lógico dar el paso al matrimonio. La maternidad, sin embargo, cambió mi manera de ver las cosas. Ya no me interesaba tanto conocer lugares exóticos como crear una estabilidad para que mi hija fuera a la escuela y tuviese un hogar seguro. Dejé de acompañarlo a sus fiestas y a sus viajes y, como era de esperar, él acabó enamorándose de otras.
Más que resignarme a perderlo, lo que realmente me costó fue educar sola a Uma, nuestra hija. Nunca he sido una persona metódica, de modo que me resultó muy difícil imponer límites y estructuras en casa. Dos o tres veces al año, Víctor venía a París por cuestiones profesionales y aprovechaba para convivir un tiempo con nosotras. Siempre que esto ocurría, mi frustración era enorme. Llegaba cargado de juguetes y objetos exóticos de Yucatán: caracolas gigantes donde podía oírse el mar, serpientes de colores talladas en madera, blusas indígenas. Durante esas visitas, llevaba a Uma a conocer museos y parques de atracciones. La dejaba comer a su antojo y a la hora que fuera, echando por la borda todos mis esfuerzos. Como es natural, la niña idolatraba a su padre mientras que a mí me consideraba la represión personificada. Yo siempre temí que, a pesar de la distancia, la personalidad de Víctor constituyera una influencia perjudicial para ella. Admiramos más a quienes no están junto a nosotros. Uma no había vivido de cerca el egocentrismo y la arbitrariedad de su padre, y, por supuesto, no podía sospechar todos los defectos que se derivaban de éstos. No sabía, por ejemplo, lo malhumorado y grosero que puede ser mientras está trabajando. El hipismo de su padre la hacía soñar y, de alguna manera, determinó su carácter. Así, a los catorce años, Uma viajó sin mi consentimiento haciendo autoestop por varias ciudades de Francia, y durante ese trayecto se aficionó a la marihuana. Aunque no había tenido relaciones sexuales todavía —me lo confirmó el ginecólogo en una visita— según la directora de su colegio solía tener escarceos eróticos en el patio de recreo. Por eso, la Navidad en que su padre nos propuso reunirnos durante el verano siguiente para intentar —¡vaya fantasía!— vivir en una misma casa con su nueva familia, mi negativa fue rotunda. Sin embargo, Uma suplicó durante meses que la dejara ir a ella. Mi voluntad se fue ablandando y acabé prometiéndole decidir en función de sus resultados escolares, que ese año fueron deslumbrantes.
Sufrí mucho al verla subir al avión y también durante los dos meses que duró su estancia en la playa de Bacalar. Temí por su educación, temí que sus modales empeoraran y su rebeldía creciera hasta resultar incontrolable, temí que se enganchase a las drogas y que se embarazara como me había sucedido a mí misma. Sin embargo, las cosas ocurrieron de otro modo: Uma volvió distinta del primer viaje, más paciente, más abierta a mis consejos. Si antes, en distintas ocasiones, me había pedido que le refiriera la historia de mi relación con su padre, esta vez me preguntó algo sutilmente distinto: por qué razones, habiendo tantos hombres en el mundo, me había enamorado de él. A lo largo del año, su correspondencia con los miembros de su familia siguió siendo frecuente. En rasgos generales, todo parecía igual a antes de su viaje y no fue hasta la siguiente visita de Víctor a París cuando noté algo extraño en la actitud de ambos. Durante la primera cena familiar, Uma le pidió a su padre que respetara los horarios de la casa: si sus parrandas lo obligaban a permanecer fuera después de las dos de la mañana, era mejor que se abstuviera de llegar esa noche para no despertarnos. Me quedé atónita al escucharla y más aún al advertir la sumisión con la que éste acataba cada nueva regla. Entonces empecé a hacer cuentas: la madre de Víctor, una mujer ordenada y de costumbres conservadoras, había sido a su vez hija de una cabaretera con un hombre casado. En lo que a mí respecta, debo la rebeldía de mi primera juventud a las reglas estrictas que siempre recibí en casa. Si quería que mi hija tuviera una vida estable y con estructuras, alejada del vicio y de la bohemia, nada podía venirle mejor que el contacto frecuente con su padre.
Guadalupe Nettel es escritora mexicana. Su último libro es El matrimonio de los peces rojos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.