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TODOS ERAN VALIENTES (O CASI)

A la altura de Lawrence de Arabia

Glubb Pachá amó el desierto y a sus gentes y comandó la legendaria Legión Árabe jordana

Jacinto Antón
John Bagot, 'Glubb Pachá', en una de las escasas ocasiones en las que se vistió de beduino.
John Bagot, 'Glubb Pachá', en una de las escasas ocasiones en las que se vistió de beduino.afp

Entre las grandes aventuras clásicas que puede deparar el destino no es la menor tomar hombres de otra raza bajo tu mando y conducirlos al combate. Es lo que hizo (y sublimó con su prosa) Lawrence de Arabia, y lo que hicieron el capitán Cureton, que organizó con patanes (pastunes) de Multani su célebre regimiento de lanceros en la frontera india, y el filibustero estadounidense Frederick Townsend Ward, que instruyó a los soldados chinos imperiales para sofocar la Rebelión Taiping. Comandar con éxito a guerreros de otros pueblos, con costumbres muy diferentes, para los que eres un extraño y quizá incluso has sido un enemigo, requiere, además de los lógicos conocimientos militares, una especial capacidad de inmersión en las culturas ajenas. Exige autoridad, mano izquierda, don de gentes, idiomas, no meter la pata y mucho valor. También ser capaz de conjurar la soledad de no estar entre los tuyos.

Pocas personas han vivido esa experiencia de manera tan notable y provechosa como sir John Bagot Glubb, el legendario Glubb Pachá, el verdadero forjador de la mítica Legión Árabe jordana —el mejor ejército que han tenido los árabes desde los califas— y su comandante desde 1939 hasta el 2 de marzo de 1956, cuando el rey Hussein, por una mezcla de circunstancias políticas y celos, le cesó fulminantemente y le dio ¡dos horas! para hacer las maletas y marcharse del país. De él dijo una vez, sorprendido al conocerlo, el viejo jerife de la Meca, otro Hussein, padre de Feisal: “Wallahi hadha Bedawi!” (“¡Por Dios, ese tipo es un beduino!”).

Hoy injustamente olvidado, Glubb Pachá (nadie ha llevado como él el título turco) es uno de esos personajes irrepetibles que, como el rajá Brooke o Gordon de Jartum parecen salidos de la imaginación de un novelista, un P. C. Wren, un Mayne Reid o un Salgari. Inglés al mando de un ejército árabe y al servicio de un rey árabe, ante sus peripecias uno se exclama: ¡Vaya aventuras, Glubb!

Es posible que se le haya relegado en la memoria popular porque a diferencia de Lawrence no buscaba la gloria personal, era modesto y para nada histriónico, narcisista ni atormentado; y en consecuencia no daba para una buena película taquillera. Creía en valores tan poco de moda como la lealtad, el coraje, el deber y la abnegación. Soldado de los pies a la cabeza, de joven le importaban poco el deporte y las mujeres (aunque se casó en 1938, tuvo un hijo y adoptó una niña beduina y otra refugiada palestina). Además, su aspecto era poco imponente —es cierto que a Lawrence le quitas el traje à l’arabe blanco, y queda un galés bajito—. De escasa altura, algo regordete, cara redonda y sonrisa de conejo, el principal rasgo de Glubb era la desconcertante falta de barbilla, consecuencia de haber perdido parte de la mandíbula inferior al ser alcanzado por un proyectil durante la I Guerra Mundial (lo que le granjeó de los beduinos, siempre dados a poner motes, el nombre de Abu Hunaik, “padre de pequeña mandíbula”).

Su conocimiento de los beduinos —y su aprecio por ellos—, sus experiencias y la importancia y trascendencia de sus realizaciones parecen haber sido mayores que los del rey sin corona de Arabia. A diferencia de este —o de John Philby, o de Thesiger— y pese a haberse sumergido también en la vida de los árabes y conducirlos al combate, casi nunca usó sus vestimentas. Utilizaba un sobrio uniforme caqui y el correaje Sam Browne, aunque, como sus tropas, se tocaba a menudo con el shemagh, el característico pañuelo jordano rojiblanco. Como Lawrence, tenía madera de escritor, pero ninguna de su veintena de obras alcanza, ay, la altura de Los siete pilares de la sabiduría.

Nacido en Preston, Lancashire, en 1897, Jack Glubb —véase Glubb Pasha, de James Lunt (Harvill Press, 1984), biografía muy completa aunque algo hagiográfica pues el autor fue teniente coronel en la Legión Árabe— era hijo de un militar que llegó a general y que le dio el impagable consejo de que fuera donde fuera no olvidara nunca que era un gentleman, “no podrás nunca ser nada mejor”. Uno querría haber tenido un padre así, y, como Glubb, un abuelo que se hubiera distinguido en el Motín de los Cipayos. Su madre era irlandesa y de ella heredó, decía, un lado emocional y contemplativo.

Teniente de los Royal Engineers, resultó herido dos veces en la Gran Guerra, la segunda gravemente en Arras, en 1917, en la cara. Tras la contienda se presentó voluntario para servir en Mesopotamia (Irak) y allí comenzó su historia de amor con los árabes. Gran Bretaña había empezado la política de controlar desde el aire, con la RAF, los territorios que había conseguido después de la caída del Imperio Otomano y Glubb se incorporó a un grupo de inteligencia sobre el terreno para identificar a amigos y enemigos, que no era cosa fácil. Ello le hizo vivir entre las distintas tribus y comunidades, hablando todo el tiempo árabe y adaptándose a sus costumbres. “No era como los otros ingleses”, recordó años después un beduino. “Vivía como un árabe, respetaba nuestras tradiciones, al principio pensamos que era un espía, pero cuando lo conocimos mejor supimos que era uno de los nuestros”.

La amenaza principal eran los fanáticos wahabitas de la Ikhwan, la Hermandad, que realizaban razias sanguinarias. Glubb viajó incansablemente, en camello y en un baqueteado Ford T, por las arenas adquiriendo la impronta del desierto. Años después diría que ese lugar vacío y arduo le “cargaba las baterías”. Tomó la decisión de dejar el ejército británico —como capitán— y fue nombrado inspector administrativo del desierto sur de Irak. Entonces tuvo la idea de que lo mejor para patrullar y controlar esa zona limítrofe con la Arabia de Ibn Saud era reclutar a los propios beduinos. Su fe en que se podía convertir a los díscolos e indisciplinados hijos del desierto en buenos soldados fue la gran aportación de Glubb. Entendió que, aun rebeldes, ladrones y degolladores, era posible formarlos respetando su idiosincrasia y que en última instancia todo lo harían por honor, el sharf, tan parecido a la caballerosidad británica.

Pacificó con ellos la frontera y entonces en 1930 recibió el encargo que le haría entrar en la leyenda: montar una unidad similar de beduinos en el seno de la Legión Árabe de Transjordania, al servicio del emir (luego rey) Abdullah. Así nació la Patrulla del Desierto (Badieh), los 300 de la arena, la band of brothers de las dunas, con sus cananas cruzadas, sus dagas, sus ropajes largos y su cabellera bajo el icónico shamagh (“las chicas de Glubb”, los bautizaron los soldados británicos). La Legión Árabe no era entonces más que un pequeño cuerpo fundado por otro británico, Peake Pachá, y sin beduinos. Glubb empezó a reclutar y adiestrar pacientemente miembros de los Beni Sakhr y de los célebres Howeitat (los de Auda).

El oficial inglés tuvo toda la vida que enfrentarse a los prejuicios que despertaban los beduinos en el estamento militar tradicional y los que provocaba él mismo como súbdito de la corona británica. No obstante, pasó a comandar en 1939 el conjunto de la Legión Árabe aplicándole al contingente sus ideas —beduinizándola— y convirtiéndola en la unidad legendaria que fue. “Dígales que en una guerra preferiría tenerlos de mi parte que en contra”, expresó impresionado el mariscal de campo Templar durante una visita. Entre 1939 y 1951, Glubb vivió su edad de oro. Lanzó a la Legión, ya mecanizada pero siempre con sus halcones como mascotas, a grandes aventuras, como la ayuda a los británicos contra la revuelta pronazi de Irak en 1941, durante la II Guerra Mundial. Allí sus beduinos se enfrentaron a los Messerschmitts y se ganaron el respeto. Luego en Siria combatieron a los franceses de Vichy. Cerca de Palmira se lanzaron a un ataque tan valiente como enloquecido —los beduinos se enardecían gritando el nombre de sus hermanas—, consiguiendo una inesperada victoria.

Glubb afrontó su peor crisis cuando se produjo la partición de Palestina en 1948 y su pequeño y disciplinado ejército se alineó en la guerra contra Israel. Es curioso pensar que de no haber muerto antes Orde Wingate, que tanto apoyaba la causa judía, podrían haberse encontrado dos generales británicos frente a frente. La Legión Árabe se comportó con un coraje y una profesionalidad reconocidos incluso por sus enemigos. Fue el único contingente árabe que consiguió éxitos luchando contra los israelíes. En Jerusalén y en Latrun los beduinos mecanizados de Glubb zurraron al Palmach.

Pero todos miraban con sospecha al Pachá. Los jordanos pensaban que los traicionaba, los británicos veían con malos ojos que uno de ellos condujera tropas árabes contra los judíos. En las revueltas aguas políticas de Oriente Próximo, Glubb estaba perdido de antemano. De nada le sirvió su proverbial valor —“el Pachá no conoce el miedo”, decían los beduinos al ver cómo los proyectiles de mortero caían alrededor de su jefe y este ni se agachaba—. El asesinato de Abdullah en 1951 y el ascenso de su nieto Hussein al trono de Jordania sellaron el fin de Glubb. Hussein no congeniaba con el viejo general, tener a un inglés dirigiendo tu ejército en medio de la ola de nacionalismo árabe de Nasser parecía un anacronismo y el joven rey quería la Legión para sí mismo.

El Pachá, al que habían empezado a llamar maliciosamente “el rey sin corona de Jordania”, fue cesado de manera fulminante y expulsado del país con lo puesto y sin tiempo de hacer las maletas. Se quería evitar así una reacción a la pretoriana de las tropas que lo idolatraban. Da la medida de la altura de Glubb el que cumpliera las órdenes de su rey y nunca expresara un reproche. Murió en 1986, sin haber regresado jamás a Jordania.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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