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DON LUIS, EL FANTASMA DE GÉNOVA / 11

Trillo se enfada. Y mucho

¡Nulo, es todo nulo, como con Naseiro! ¡Y si hay que echar a algún juez de la carrera se le echa!

José María Izquierdo
FERNANDO VICENTE

Es lo malo que tiene lo bueno. Que enseguida te acostumbras. Estaba yo encantado con la cara de Acebes, pero sobre todo con la de Arenas, que ya se sabe que el Campeón ha tenido que salir de muchas emboscadas, y siempre lo ha logrado con esa cara de alegría que Dios le ha dado y que él sabe explotar como nadie. No sé, quizá Colate, o Arturo Fernández, el actor, digo, aunque bueno, no sé, puestos a echarle cara… Pero aquí le noté tocado, que algo le pasó por las sienes plateadas cuando se oyó lo de la traición.

Así que pensé en repetir el numerito, y enseguida me asaltaron los amigos de la fantasmagoría, yo también quiero, yo también quiero, que es que están deseando hacer algo, los pobres, que se aburren como chirlas. Se ofrecían a todo, a proporcionarme rancheras, tangos… Estuve tentado en hacer caso a Antonio Machín, tan cariñoso. Y hasta lo ensayé: “Nadie me ama, nadie me quiere, nadie me llama, nadie me es fiel. Triste es mi vida, sin un cariño. Lloro en silencio, mi desventura…”. No sé, me dije, lo mismo parezco un blando. Mejor Gardel, que es más como de navajeo por los abajos. Él mismo me lo dijo: “Vos, ché, apretá, apretá…” Y me dio un par de opciones. A escoger y revolver. Me atraía lo de “qué falta de respeto, qué atropello a la razón, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”, pero me pareció demasiado evidente. Aunque a mí el que más me gustaba era ese de “cuando rajés los tamangos, buscando ese mango, que te haga morfar”, que vaya usted a saber qué significa, pero que suena bárbaro.

Me ganó el ánimo Pavarotti, que iba por la fantasmagoría a caballo, y menos mal que eran incorpóreos —uno y otro— porque abultaban mogollón y un día casi me estropean el abrigo, que por cierto, aquí sigo con él…

—Tienes que poner en marcha Rigoletto, que te cuadra como un calcetín, y yo te lo monto con nada, que no es por presumir, que no soy nada presuntuoso, todos lo saben, pero cuando me pongo, me pongo…

—¿No te importaría ampliármelo un poco?, le dije, que ahora mismo no caigo…

Que sería inexacto decir que yo sabía de ópera como Vela del Campo, la verdad…

—La cosa es que llegues a la Escena octava del Acto III.

—Ya.

—¿No te acuerdas? Pues nada. Andan por allí el propio Rigoletto, su hija Gilda, Monterone, un heraldo… Es cuando Rigoletto, el bufón, se entera de que el Duque, el malvado Duque, ha seducido a su angelical hija. Lleno de ira, entona el famoso Sì! Vendetta, tremenda vendetta!, que podría traducirse por ¡¡¡Sí, venganza, terrible venganza!!!

Y me la cantó, que enseguida vino Alfredo Kraus para que yo oyera la traducción. Era tremenda, sí. Iba a repartir los papeles…

—…Verás, Luis, hay un pequeño problema, me dijo Kraus, porque Pavarotti dice que antes de que intervengas con lo de la venganza, él quiere cantar La donna è mobile, que le queda muy bien.

—Bueno, pues que la cante, total…

—No, verás, no lo has entendido, es que debería cantarla yo, que me sale mucho mejor…

Les convencí para organizar otro día una velada operística, en la que intervendrían los dos con el mismo número de canciones…

—… de arias, quieres decir, me corrigieron los dos…

Y para esa tarde me quedé con lo mío.

Mismo despacho de Arenas, al atardecer. Está firmando unos papeles y canturrea: “Yo quiero ser mataor…”

Y de pronto, a todo trapo:

—¡Sí venganza! ¡Tremenda venganza

es el único deseo de mi alma!…

La hora de tu castigo,

se acerca implacable,

como un rayo enviado por Dios…

Y le añadí, todo corrido,

“…el fantasma sabrá castigarte!”

El susto que le di fue para no contar, la pluma por un lado, los papeles por otro, un grito muy gracioso…

El corpóreo se tronchaba cuando se lo conté esa noche…

—Y lo que nos queda Luis…

—Y tú que lo digas, Luis…

Mientras, a 1.264 kilómetros de Madrid, en Londres, Federico Trillo todavía no se había repuesto del golpe que significó para él que estuviéramos en la cárcel. Esa noche acababa de regresar de un cocktail —se negaba a decir cóctel— en la embajada de Tayikistán. En realidad había sido una recepción muy formal, porque era el día nacional de aquel país. Todavía llevaba puesto el uniforme de diplomático, que él siempre iba como un pincel a esas recepciones oficiales: casaca de paño azul, tres liras bordadas; el cuello, de tirilla, con un bordado de canutillo, serreta, palmas y hojas de roble. Las carteras tenían tres puntas, situadas en la unión del tronzado de la casaca con el faldón, coincidiendo cada punta con un botón dorado grande con el escudo constitucional. En las bocamangas, en paño rojo, bordado igual al de las carteras... A su lado descansaban el bicornio rematado de plumas blancas, así como el espadín, colgando de su tahalí…

“¡Con todo lo que yo he hecho para evitarlo!”, gritaba. “¡En cuanto les dejo solos! ¡Nulo, es todo nulo, como con Naseiro! ¡Y si hay que echar a algún juez de la carrera se le echa! ¡Si ya le dije yo a Mariano que no me gustaba nada ese Ruz! ¡Panda de inútiles, me van a oír mañana!…”

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