Pasen, pasen, no se queden en la puerta…
Algunos preferían cheques. Ejem, decían siempre cuando empujaban el paquetito hacia mí
Hoy le decía al fantasma de Jorge Manrique, que se me ha acercado en una reunión de lecturas selectas que han organizado en la fantasmagoría, fíjense para qué cosas ha quedado uno, que me había impresionado mucho esa poesía suya que nos ha leído, concretamente la que decía “cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”, que miraba yo mi despacho, mientras me tiraba del abrigo este, y notaba como un nudo en la garganta… Le ha emocionado que le felicitara, y ha intentado largarme las coplas enteras, tantos siglos sin hablar, que yo creía que eran cosa de poco, pero cuando ya llevaba una decena de ellas le he interrumpido: ¿Y quedan muchas, don Jorge? No, no, me contestaba, si solo son cuarenta estrofas de pie quebrado, que fíjese, además, se trata de una sextilla doble, unos octosílabos y otros tetrasílabos… Le he dicho que me llamaba el fantasma de Cervantes, y ahí no ha podido decir nada, así que he abandonado la reunión, que tampoco es cosa de sufrir por sufrir. Bastante tengo con lo mío.
Por eso echo la vista atrás de vez en cuando, que hoy he vuelto a ver a Floriano, con esas corbatas y esas camisas, que charlaba con González Pons, esas camisas y ese bronceado, y se me ha puesto un humor de perros. ¡Qué tiempos aquellos del aznarato! Y no es que tenga queja de Rajoy, no, qué va, si a Mariano con tal de que no le molestes, ya vale. Tú, a lo tuyo, me decía Mariano cuando iba a preguntarle algo. Deja eso ahí y no te preocupes. Sigue, Luis, sigue, que aquí te apreciamos mucho. Y era verdad, que si Álvaro, que si Javier, campeón, cómo lo llevas…
Aunque lo que más me gustaba era recibir a los enviados de las grandes empresas. Eso era extraordinario. Ya les he dicho que prefería que esperaran un rato, que era de verles cómo miraban de un lado para otro los primerizos, mientras los habituales les echaban piropos a las secretarias o se iban a tomar un cafelito a la calle, que ordené que no hubiera cafetería para que no se reuniera nadie por allí abajo, no fuera a ser. Al comienzo de la historia nos complicábamos mucho la vida. Primero pensamos que todos debían venir disfrazados tal que de repartidor de pizzas, con casco y esas cajas que llevan, que ahí era un sitio buenísimo para traer ustedes ya me entienden. Pero a la sexta pizza en una mañana aquello era un cante. Luego fingimos que estábamos organizando una fiesta de disfraces y dijimos a todos los que veían pasar aquel desfile increíble que es que queríamos ver los modelos. Pero era muy cansado, que un mes pasaba lo de ver a Mortadelo y Filemón, a la momia de Tutankamón, a Batman o al Ratoncito Pérez, pero a ver cómo manteníamos aquel carnaval.
Al final, a las bravas. Unos señores —o señoras, claro— de buen porte, que se sentaban en la sala de espera con mucha discreción. Y entraban de uno en uno. Pues nada, que aquí estamos, como todos los meses, o qué rápido se han pasado estos dos meses, don Luis. ¿Todo bien? ¿Alguna escalada? ¿Quizá un eslalon? Abrían la cartera de ejecutivo, algunos hasta llevaban una trolley, qué bonita es esa de Montblanc que traes, Fernando, pues nada, para usted, don Luis, no faltaría más, y dejaban la cosa, mal llamada convoluto, sobre la mesa como si no fuera con ellos. ¿Cheques? Sí, algunos preferían cheques. Pero no muchos, la verdad. Ejem, decían siempre cuando empujaban el paquetito o el papel hacia mí. Yo prefería los billetes. Sobre todo los de 500, que tienen como otro tacto. Manías. Uno, dos, tres… El partido te lo agradece mucho, Juanito, les decía. Luego, nada más irse, que no era cosa de mojarse el dedo delante de ellos, me echaba hacia atrás en la butaca y los contaba. Siempre lo hacía. Daba como un gustirrinín, 6.000 euros, 7.000, 8.000…
Tan lanzado y feliz estaba yo por aquella época que en un momento dado me asomé a una de las ventanas de mi despacho y se me iluminó la sesera. Los planos no me costaron ni una hora, que cuando me pongo, me pongo. La cosa era muy sencilla, que se trataba de hacer una pared de escalada en el lateral del edificio, la cara que da a Zurbano, que también a mí lo de Génova me parecía un cante. Hubiera sido la mundial: ¿Se imaginan unos campeonatos en aquella pared, con lo más florido de la escalada nutriéndose de las paredes del PP? Era una idea genial, no me digan. Pero antes de contárselo a Mariano, se lo comenté a mi cuñado, que se encarga de toda la seguridad y el mantenimiento de la sede, que a ver si iba a dejar en manos extrañas el control de quién entraba y salía de Génova. Antonio, le dije, “¿Tú crees que podíamos poner en marcha…?”. Me disuadió, que es un tipo muy soso, y se figuró enseguida que aquello iba a ser un lío…
Tampoco me dejó hacer lo del telesilla, que tenía yo un presupuesto buenísimo. De Correa. Pero eso se lo cuento otro día… que ya toca hablar de lo de Suiza…
Bellos paisajes, cierto.
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