¿Qué fue de los finales felices?
La madre crio ella sola a Valentina, entonces aún en pañales, y que nunca conoció a su padre
Valentina se colocó el casco antes de subirse a la moto. Con él puesto besó al chico con el que había estado bailando la mayor parte de la noche. El chico también llevaba casco, y los entrechocaron como dos seres siderales y cabezones. Se sonrieron, y cada uno se fue para su casa.
La discoteca nocturna seguía funcionando, aunque el sol acababa de tramontar las agudas cimas del Valle del Pas.
Luis Mantecón, el ojeador de historias, me estaba contando la de Valentina, la hija del heladero. El heladero abandonó la familia tras una cruenta disputa entre vecinos.
—Nadie puso una denuncia, pero uno de ellos, el que salió vivo, se marchó lejos. Nunca más se supo de él, del heladero pasiego. De esto hace muchos, muchísimos años —aclaró Luis, mientras tomábamos café cerca de su oficina de la Caja de Ahorros—. Y continuó:
La madre crio ella sola a Valentina, entonces aún en pañales, y que nunca conoció a su padre. La madre siguió en el negocio de los helados. Abrió una pequeña heladería al otro lado de los montes, en un lugar cercano y lejano, cercano en el estío a través de los puertos y portillos, lejano en el invierno en que la nieve cierra los accesos. Pero en invierno, ¿a quién le interesan los helados?
Cuando ocupé mi puesto de apoderado de la Caja —prosiguió Luis—, el director estaba apretando las tuercas a la madre de Valentina. Su hipoteca estaba venciendo, vencía, había vencido. Ella imploró, suplicó, prometió, pero no logró nada. Solo había una cosa que lograría satisfacer al director —según decía—, y es que Valentina trabajara en su casa como criada para todo.
Pero ante eso la madre se negó, ya ves, amigo, por eso no pasaba, por todo lo demás, sí.
Por entonces la madre le dijo a Valentina que necesitaba un colaborador para hacer los helados, que ellas dos solas no podían con todo el trabajo.
La madre crio ella sola a Valentina, entonces aún en pañales, y que nunca conoció a su padre
—Solo durante los días más fuertes del verano, Valen, luego se irá.
Valentina imaginó que contrataría a algún chico joven, e incluso ofreció al que solía ir con ella a la discoteca de la capital del Pas.
Pero no, llegó un señor mayor, de barba cana mal recortada y aspecto huraño.
—Que no se entere el director de la Caja que gastamos dinero en un ayudante, ¿eh?— dijo la madre.
A los pocos días de estar aquel hombre en casa, Valentina sorprendió a su madre y al intruso en la cuadra, besándose y abrazándose.
El hombre, luego, trató de hacerse amigo de ella, cosa que consiguió hablándole del padre que Valen nunca había conocido. Le había tratado mucho. Había estado con él en Venezuela, cuando vendía helados de colores, y en Toronto y Vancouver, siempre empujando el carrito con motivos típicos del trashumante people from Pas, que algunos confundían con los de los indios iroqueses.
Valentina le escuchaba extasiada cuando llegó la noticia de que precisamente el padre había muerto, y que su cuerpo llegaba en un furgón fúnebre para ser enterrado en el cementerio del Valle.
—No guardaron mucho luto, ni siquiera llegaron a ver el cadáver, que había venido en un féretro color mantecado de vainilla— dijo Luis.
—Pero lo curioso, la coincidencia, quiero decir —continuó—, es que el director de la Caja, mi antecesor en el cargo que ahora ostento, desapareció sin dejar rastro. Oye, qué casualidad que la madre se librara de él cuando enterraron a su propio marido, ¿o no? Porque si al director se le ha cargado alguien, como dicen algunos, su cadáver nunca ha aparecido. Y sin cadáver no hay crimen.
Luis se limpió con un paño suave sus gruesos cristales de culo de vaso.
—Algunas lenguas del pueblo aseguran que el padre de Valentina no ha muerto, que se le ha visto en Bilbao em-pujando su carrito de helados. Y que el que está enterrado en el cementerio del Valle no es él. Pero, si no es el heladero, ¿quién puede ser el que está sepultado y soterrado en esta bendita tierra de hermosas montañas y abismos insondables?
Luis dio un suspiro y me acompañó hasta el coche.
Por la estrecha y serpenteante carretera que une el corazón del Valle con la autopista, conecté la radio. Todo lo que escuchaba del locutor me pareció poco relevante, sin demasiado interés. Lo que contaba Luis, el cazador de historias, me atraía más. Apagué la radio. Carretera adelante pasé cerca de pueblos, laderas empinadas y gentes a caballo que conducían el ganado a los altos pastos de verano. Luego, pude ver una moto con dos figuras cubiertas con casco. Me adelantaron e hicieron un saludo al pasar. Eran Valentina y su pareja, camino de la discoteca. Los finales suelen ser felices y, si no, es que todavía no es el final.
Manuel Gutiérrez Aragón es cineasta y escritor. Su última novela es Gloria mía (2012)
Babelia
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