La sala secreta del Prado
El museo ha anunciado que este año perderá un cuarto de sus visitantes El número de libros que lo mencionan como escenario continúa creciendo
“Es que me encanta el Barroco. Me encanta”. La madre habla y la niña la mira con vergüenza ajena. “El odio me distrae muchísimo”, piensa. Luego avanzan por la galería. Cuando llegan ante Saturno devorando a sus hijos, ese poema paternofilial, la muchacha dice que el cuadro es muy bonito y la madre la corrige: no se puede usar esa palabra para una pintura así, hay que buscar otra: ¿Tremebundo? “Tremebundo, doloroso, pavoroso, patético, cósmico, infernal, caníbal, inquietante, preesperpéntico”, tercia el padre. Desde que la madre se ha puesto a estudiar historia del arte, la palabra bonito se ha convertido en tabú.
La escena anterior está sacada de la novela de Marta Sanz Daniela Astor y la caja negra (Anagrama), uno de los libros que, por lo menos en uno de sus capítulos, ha pasado este curso a engrosar ese género literario llamado Museo del Prado. Sin destronar a la imbatible guía de obras maestras escrita hace tres años por Francisco Calvo Serraller para la Fundación de Amigos de la pinacoteca —74 páginas, 2 euros, cabe en una mano—, la cosecha ha sido muy buena: va de la crónica de Peio H. Riaño sobre la famosa copia de la Mona Lisa —La otra Gioconda, el reflejo de un mito (Debate)— al poemario que José Ovejero tituló escuetamente Nueva guía del Museo del Prado (Demipage) pasando por El maestro del Prado y las pinturas proféticas (Planeta), el último best seller de Javier Sierra.
¿No basta con que todos los cuadros hayan sido pintados a mano?
Aunque su tensión narrativa es tan tenue como la de los diálogos de Platón y los personajes son meros arquetipos portadores de información secreta sobre El Bosco, Rafael, El Greco o Juan de Juanes, el libro de Sierra —se dice que ha vendido 200.000 ejemplares— podría ser al Prado lo que El código Da Vinci al Louvre, un museo que ha sabido explotar como ninguno su glamour por el lado de la ficción.
Walter Benjamin dijo irónicamente que “la expresión de quienes se pasean en las pinacotecas revela una mal disimulada decepción por el hecho de que en ellas solo haya cuadros colgados”, pero no deja de producir melancolía que a un museo no le baste con su colección para convencer a los decepcionados. ¿Qué falta? ¿Un multicine, un McDonald’s, un casino, una tienda de Zara? ¿No basta con que, como decía el castizo, todos los cuadros hayan sido pintados a mano?
En medio del fervor literario por el Prado, la primavera trajo una noticia triste: el museo perderá en 2013 un cuarto de sus visitantes. La caída del consumo y del turismo y la ausencia de exposiciones temporales de masas —ante la crisis, fondo de armario— harán que este año no se alcancen las 2,8 millones de visitas del pasado.
Lo triste, con todo, no es la pérdida anunciada sino el hecho de que sea noticia. Algo va mal en un país que mide con la calculadora la vitalidad de una institución cuya mera existencia es la mejor señal de que no hemos perdido del todo la cabeza. Solo pensar que Tiziano y nosotros pertenecemos a la misma especie animal infunde mucha seguridad. ¿Lo saben los mercados? Ganas dan de pedir para el Prado rango de secretaría de Estado, de zona despolitizada —igual que si estuviera entre las dos Coreas—, de suelo sagrado y, metidos en la hipérbole, hasta de paraíso fiscal, aunque hubiera que instalar ese limbo en la sala XIII, que, como recuerda Javier Sierra en su libro, no existe (lo que la convierte en la verdadera habitación secreta de la pinacoteca).
En 1963, el Louvre envió la ‘Mona Lisa’ dos meses a Nueva York y Washington
En 2019 hará doscientos años que abrió el museo. Goya estaba vivo y su obra marcaba el límite cronológico de la colección, que tenía 311 piezas. Hoy tiene 21.000. Con esas cifras iríamos servidos si no viviéramos en un tiempo en el que la mejor manera de cumplir con un programa político sobre la calidad de la educación y de la sanidad consiste en aprobar a los estudiantes y en mandar a su casa a los enfermos contra el criterio de maestros y médicos. Ya puestos a sumar, 2,8 millones de visitas parecen pocas visto lo que atesora el edificio de Villanueva (esquina Rafael Moneo) y el rigor con que lo hace. Pocas o demasiadas si nos olvidamos de la cultura al peso. Si no nos olvidamos y se trata de recaudar, la fórmula es sencilla: usemos a Velázquez como recaudador y exiliado de lujo, como a esos ingenieros que se van a Alemania. Aunque no extrañaría que los mismos que exigen resultados al Prado y a su equipo pusieran luego el grito en el cielo si hubiera que mandar a las meninas a hacer la calle.
Eran otros tiempos, pero en 1963 el Louvre envió la Mona Lisa a Nueva York y Washington. En dos meses la vieron 1,6 millones de visitantes a un ritmo que recuerda aquel chiste en el que una pareja se lanza sobre el mostrador de información del museo parisiense diciendo: “¿Dónde está la Gioconda? Que tenemos el coche en doble fila”.
Son otros tiempos, cierto, pero hace solo seis años los Ufizzi —que ahora alquila salones para fiestas privadas— mandó a Japón La Anunciación de Leonardo. Ante la oposición de muchos expertos, el ministro italiano de Cultura llamó al viaje “sacrificio necesario”. Uno de los opositores fue Alessandro Vezzosi, director del Museo Ideale Leonardiano de Vinci, que, con el cuadro de vuelta ya en Florencia, cuestionaba el argumento de autoridad de los números: “Expusieron La Anunciación tres meses. La vieron cada día 10.000 personas, dicen. Sale a tres segundos por cabeza. Nadie va a convencerme de que eso es cultura”. No lo es, en efecto, es algo tremebundo, pavoroso, inquietante, preesperpéntico, cósmico.
Babelia
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