Esos infernales paraísos perdidos
Adaptación de la novela de Yasmina Khadra, es una película tan elefantiásica como anacrónica

Adaptación de la novela homónima del argelino Yasmina Khadra, Lo que el día debe a la noche es una película tan elefantiásica como anacrónica: un aparatoso mamotreto visual de dos horas y 42 minutos de duración, que ejercita todos los manierismos visuales —insistentes planos con grúa, complacientes panorámicas, caligráfica reconstrucción de época— que el melodrama épico instituyó en los tiempos de Lo que el viento se llevó, una película que, como esta, se planteaba como elegía de un paraíso perdido que, de hecho, fue el infierno de muchos. Alexandre Arcady parece cerrar así, en clave colosalista, el círculo que abrió con su ópera prima, Le coup de sirocco, donde ya abordó el tema del reingreso en la sociedad francesa de los pieds-noirs,forzados al éxodo tras la independencia de Argelia.
LO QUE EL DÍA DEBE A LA NOCHE
Dirección: Alexandre Arcady.
Intérpretes: Nora Arnezeder, Anne Parillaud, Vincent Pérez.
Género: drama. Francia, 2012.
Duración: 162 minutos.
Lo que el día debe a la noche cuenta, a través de un ambicioso arco temporal, la claustrofobia sentimental de un amor forzado a no manifestarse: no son, como La edad de la inocencia de Edith Wharton, las convenciones sociales y de clase las que imposibilitan la pasión, sino la promesa que el protagonista —un argelino integrado (pero con puntuales conflictos de identidad) en la sociedad colonial— le hace a la madre de su objeto de deseo romántico. Como telón de fondo de esta pasión nonata, la película de Arcady cuenta, de manera sesgada y edulcorada, los abusos de la sociedad colonial sobre la población local —sintetizados en la violencia que uno solo de sus personajes ejerce sobre un empleado— y la emergencia de la insurrección que culminará con la independencia argelina.
No ha leído este crítico la novela en que se basa la película, pero, pese a la estimulante decisión —de Yasmina Khadra, por cierto— de contarlo todo desde el punto de vista de un personaje entre dos mundos —un moro para la sociedad colonial; un traidor para sus compatriotas—, Arcady no puede evitar superponer, sobre esa decisión narrativa, una nostalgia tácita, homologable a la que formula el personaje encarnado por Vincent Pérez, un terrateniente que contempla el colonialismo como redención de una tierra yerma y condenada. La película, también, es una auténtica maratón de tópicos que alcanza cumbres de risibilidad en las secuencias en que Anne Parillaud tiene que lidiar con afectadas puestas en escena de la seducción.
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