Escuela para lobos
La periodista y escritora argentina fabula sobre la relación entre una joven y su maestro de fotografía. El último libro de esta autora se titula 'Plano americano'
Muchos años después, cuando ella regresó por unos días a la ciudad en la que había vivido y estaba en un bar, odiando el ajetreo absurdo de reuniones familiares en el que se había transformado la mañana, él, que pasaba por la calle, la vio, entró al bar, se agachó sobre la mesa y le dijo:
—Siempre tenés esos maravillosos ojos zarcos.
Entonces él tenía 67 y ella poco más de 30. Hacía 12 años que no lo veía y escuchó esa frase como siempre había escuchado todo lo que él había querido decirle: con gula, con desconfianza, con insolencia, con orgullo.
Doce años atrás, ella tenía 19 y quería ser fotógrafa. Vivía en esa ciudad, sin dinero, sin futuro, sin idea de cómo hacer para conseguir alguna de esas cosas. Él tenía 55 y era un fotógrafo de talento, con fama de ogro, que cada tanto aceptaba algún discípulo. Un día ella fue hasta su casa y le mostró su trabajo. Él dijo: "Las fotos están bien, pero tenés una mirada demasiado adolescente", y la miró, sopesando lo que esa palabra (adolescente) podía hacer. Ella sintió vergüenza, admiración, y el deseo de aniquilarlo. Pero no dijo nada. Él dijo: "Yo te puedo enseñar". Y así quedó —más o menos— sellado el pacto.
Ella empezó a ir a su casa dos veces por semana. Miraban fotos, repasaban cuestiones técnicas. Él le leía un poema de Parra o de Pavese, sin decir que era de Parra o de Pavese, y le preguntaba, como a los niños: "¿De quién es?". Ella, por supuesto, no sabía, así que él le daba largas listas de libros que tenía que leer, de fotógrafos que tenía que conocer, de películas. Pero, si ella veía el Decálogo de Kieslowski, él decía que era una ignorante porque no conocía a Passolini. Y, si ella veía películas de Passolini, él decía que era una ignorante porque no conocía a Diane Arbus. Él podía pasar 40 minutos alabando una de sus fotos y, al terminar, decir cosas como: "Lo que no te dije es que tu foto es igual a una de Cartier-Bresson, y lo que vale es el original, no las copias, que son burdas". Siempre era así: un instante de felicidad y, después, la humillación. Pero ella se sentía orgullosa de soportar aquellos golpes. Era como un insecto suave volando cerca de una luz muy fuerte, probando hasta dónde podía llegar.
Había conquistado el deseo de un animal, de un fauno inaudito, y era una reina de hielo
Una tarde, él le dijo que la ropa que usaba —un jean ajustado dentro de unas botas bajas: lo de siempre— no le quedaba bien. Ella preguntó por qué. "Es ropa de putita", dijo él. "A mí me gusta", dijo ella. “Entonces te gusta vestirte de putita”. Cuando le hablaba de otras mujeres a las que había conocido, él decía: "Son mujeres refinadas. Vos, en cambio, sos pueblerina". Ella hacía esfuerzos arduos. Leía dos libros por semana, hurgaba en las fotografías tratando de adivinar qué cosas habían alimentado esas imágenes: qué vidas, qué poemas. Un día él la llevó al parque, detrás de su casa. Le indicó un árbol y le pidió que pusiera eso (la soledad) en una foto. Ella volvió una semana más tarde con la imagen de su rostro reflejado en el espejo del baño. Él la tomó de la mano y le dijo: "Vení". Después empezó la parte realmente difícil.
Él comenzó a escribirle cartas que ella leía con un sobresalto parecido a la adicción. En las cartas no la llamaba por su nombre, y ella destilaba hectolitros de inseguridad paranoica pensando que él escribiría las mismas cosas (igual de perturbadoras) a otras mujeres (más refinadas). Por lo demás, nada había cambiado mucho —miraban fotos, hablaban de cine—, aunque ahora había susurros y roces que se detenían sin que ella entendiera por qué. Comparados con él, los hombres que conocía le parecían unos niños. Había conquistado el deseo de un animal, de un fauno inaudito, y era una reina de hielo haciendo malabares en altura y sin red.
Pero él estaba aterrado (pensaba en ella todo el día, como un carbón encendido). Y ella solo se sentía triunfal.
Una noche, mientras preparaba café, él dijo: "Me volvés loco. Estoy loco por vos". Ella respondió: "No te creo" (y era verdad). Él hizo un silencio y después dijo: "Te estás quedando pelada". Ella se fue sin contestar pero, al salir, se miró de reojo en un espejo. Él se quedó temblando de horror, revolviendo el café como un alucinado.
Tu foto es igual a una de Cartier-Bresson, y lo que vale es el original, no las copias, que son burdas
Todo siguió así por unos meses. Él decía: "Vos deberías haber nacido antes". Y ella: "Salí". Y él: "¿Ves que sos una ordinaria?". Ella jamás pensó en la palabra "amor", ni contempló la posibilidad de que algo de lo que sucedía en esa casa pudiera suceder en otra parte. Se concentraba en avanzar, en no mirar a los costados. Se sentía enorme e infinita.
Un día de invierno fue a verlo y le dijo que iba a estar ausente dos semanas porque tenía que viajar. El viaje era verdad, pero él la miro revuelto en odio (horrorizado: ¿de dónde sacaba fuerzas ella para hacer algo así?) y dijo: "Vos no vas a volver". Ella se fue con una mezcla de alivio y desazón, preguntándose qué iba a ser de su vida.
Una sola vez más supo de él: cuando una tarde la llamó a su casa. Al escuchar su voz, sintió sorpresa y un poco de dolor. Él dijo que se estaba volviendo loco. Que la necesitaba. Que quería irse con ella: huir en tren. Ella siempre iba a recordar eso: la tarde en que él llamó a su casa y le dijo que quería huir en tren. Pensó "¿Por qué en tren?", pero —sin saber de dónde salía esa crueldad gozosa— le preguntó cuándo podía pasar a devolverle las cartas, y él colgó, sin decir nada.
Años después, sentada en el bar, cuando él dijo "Siempre tenés esos maravillosos ojos zarcos", ella lo miró como quien ya sabe qué es lo que hay que hacer para matar a un lobo. Pero solo sintió nostalgia y algo molesto, infame, parecido al agradecimiento.
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