Y nos enamoramos
Ahora se ve con mayor claridad. No teníamos bastante con la tabarra de la crisis y encima nos hablan de la cultura. Como dice Ingrid Bergman en Casablancay repiten, no por casualidad, los actuales anuncios en TVE: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. ¿Hay derecho a eso? ¿Quién tiene superior derecho? ¿El amor o el derrumbamiento? No hay amor sin construcción. El enamoramiento es un lepidóptero mientras la Gran Crisis es una lapidadora. De un lado se halla la muerte y la vida, de otro el amor y el desamor.
Cuando la adversidad aprieta hasta extremos criminales y mutilantes no hay lugar para la ensoñación. Toda la cultura se fue a pique, bajo la piqueta de los autores responsables y conmocionados tras el cementerio de la Segunda Guerra Mundial. De Becket a Steiner se proclamaba que tras esa pira no quedaba sino el mutismo ante el decir o escribir. Cuando la especie humana revela, por momentos, su lobo gigantesco, no es lo mejor hacer cine sino desaparecer. Claro que hay poetas de la disidencia, de la oposición y de la guerra pero no son, en definitiva, médicos o enfermeros.
La poesía, la música, el teatro, la pintura son ejemplos pueriles o inocentes en estos tiempos de real tragedia física. De hecho, ni la gente lee un libro, ni va al cine, ni compra un cuadro. La cultura necesita paz y pan para manifestarse. En tanto la sangre cunda, los parados aumenten, los excluidos no posean comida ni el futuro augure un porvenir mejor, todos los poetas, novelistas o pintores no tienen otro quehacer que crear a ciegas. Crear para sí en un constante y fatal sentimiento de culpa.
La culpa es, de otra parte, es l’air du temps. Son culpables los banqueros, los políticos, los tribunales, los príncipes, los empresarios, los sindicatos, los partidos políticos, la troika y la música, la fantasía y la especulación. Y nadie puede sentirse ajeno: se pertenece a los estafadores o a los estafados. Y hasta los “preferidos” han venido a ser engañados. Envuelto todo ello en fardos de corrupción que los tribunales, de acuerdo a su morosidad, resolverán envejecidamente en varios lustros.
La cultura se parece precisamente a esta cadencia desesperante de la justicia. ¿Leer un best seller de 500 páginas? ¿Quién puede hacerlo sin sentir que deja olvidado algún otro quehacer urgente? ¿La cultura de la novela? ¿La libertad de la ficción? ¿Qué farsas o fruslerías son esas? Hace años que Woody Allen escribió un libro titulado Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Y, efectivamente, Estados Unidos lo ha conseguido como gran paradigma del siglo<TH>XXI. No hay un mundo culto y otro sin cultivar. Todo es lo mismo. O, mejor, hay un saber muy elegante, que todavía a través de la Ilustración habla de “excepción cultural”. Para Francia, todo podría intercambiarse en un tratado mundial de libre comercio menos la cultura que es cosa de otro mundo, patrimonio de Dios. Justamente Francia, la patria de las Luces, se ofusca pretendiendo distinguir, a estas alturas, entre lo que es un iPhone y una creación. Pero efectivamente esa Francia es un residuo.
¿Fin pues de la cultura en sí misma? Pues sí. “¡Qué alivio!”, dijo Wim Wenders cuando en Los Ángeles, Susan Sontag, le advirtió de que se hallaba en un territorio sin la menor “cultura”. Y, ciertamente, la cultura cuando es auténtica llega a ser tan lenta como pesada para el tránsito intestinal. Todo lo contrario que el empleo o el pan nuestro de cada día que ahora crecientemente escasea.
¿La escuela? Primero los niños deben desayunar, después aprender. ¿Más cultura? ¡Una leche, mejor! Esta Gran Crisis conlleva una característica enfermedad óptica en los altos y bajos dirigentes. La Gran Crisis levanta (ha levantado ya) una tupida pantalla entre la vida y el verso, entre los parados y los pareados, entre la pintura y la estampa de lo real. ¿Cómo acabar de una vez con este estorbo mientras no hay un estofado que comer?
Babelia
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