Un brindis por José Luis Alonso
Fue uno de los grandes directores de nuestra escena, pero no abundan los textos dedicados a él
José Luis Alonso fue uno de los grandes directores de nuestra escena, pero no abundan los textos dedicados a su labor. En 1991, con motivo del primer aniversario de su muerte, la benemérita ADE editó un libro estupendo, Teatro de cada día, de José Luis Alonso, compilado por Juan Antonio Hormigón, con una selección de sus cuadernos de dirección, notas de programa, crónicas de teatro internacional y evocaciones de muchos de sus amigos y compañeros, al que ahora viene a sumarse José Luis Alonso: historia de la dirección escénica en España,el imprescindible trabajo sobre su vida y su obra que Gabriel Quirós acaba de publicar en Fundamentos tras ocho años de investigación. Con José María Pou, uno de sus más apasionados discípulos y autor del prólogo del libro, brindamos la otra tarde a la memoria de Alonso, y me contó algunos de sus muchos recuerdos sobre el personaje.
“Yo no estaría en esta profesión”, dijo, “si no me hubiera encontrado con él al comienzo de mi carrera. En el verano de 1970 era un pipiolo recién salido de la Escuela Superior de Arte Dramático. Marsillach me había dado la primera oportunidad de subir a un escenario, en Marat-Sade, pero luego tuve la inmensa fortuna de entrar, con pequeños papeles, en aquella gran compañía del María Guerrero que dirigía José Luis, quizás la primera compañía estable de este país: ahí era nada trabajar con Bódalo, con Prada, con Ferrandis, con Felisín Navarro, con María Fernanda d’Ocón y con Tote García Ortega, entre muchos otros grandes. Durante tres temporadas participé en siete estrenos absolutos y asistí a todos sus ensayos, los normales y los suplicados, que acababan a las tantas de madrugada: acurrucado en el patio de butacas, viendo y escuchando a José Luis, aprendí más que si me hubiera matriculado en el Actors Studio.
El secreto de José Luis era muy sencillo: adoraba a los actores y se desvivía por ellos. Para él, el universo teatral no empezaba realmente hasta que un haz de luz iluminaba al actor. Eso era lo que le permitía tomar a cómicos ya hechos, como Bódalo, y elevarlos a cumbres insospechadas, o descubrir y modelar con mano maestra a los actores de mi quinta. Todos queríamos trabajar con él, porque con él nos sentíamos seguros, en buenas manos. Elegía las obras en función de sus actores, y no a la inversa. La primera lectura era ya el primer ensayo, porque leía las obras a toda la compañía y matizaba cada papel extraordinariamente. José Luis, así pedía que le llamásemos, sabía a la perfección cómo le iba a responder cada actor, y daba las pistas precisas para que hiciéramos crecer los personajes. Su especialidad era conseguir lo imposible: hasta consiguió convencerme a mí, no te digo más, de que podía cantar en El dúo de la Africana. Con unos le bastaba una leve sugerencia, y con otros tenía que subir corriendo al escenario, con el pantalón medio caído y rascándose la coronilla, murmurando ‘Ay por Dios, ay por Dios’, le estoy viendo, y marcaba el papel, daba cuatro pasos y dos tonos y luego el actor le imitaba y estaba genial, y eso funcionaba porque José Luis no te interpretaba al personaje sino al actor o a la actriz haciéndolo para que nos viéramos en él: se fundía con el actor porque era un camaleón. Y nunca paraba de dar notas, un diluvio de papelitos blancos, hasta el ultimísimo momento. En Almagro, la noche del estreno de El galán fantasma, le pilló uno de aquellos cólicos nefríticos que le hacían polvo, y tuvo que correr a meterse en la cama con inyecciones y pastillas porque se moría de dolor. Media hora antes de estrenar llega un conserje del hotel agitando un papel para mí, un papel, no me olvidaré nunca, que decía: ‘Pou: el corral es muy pequeño y tú muy grande. ¡Cuidado con las manos!’. Ni tendido en la cama podía dejar de dar notas y pensar en el espectáculo.
Han pasado más de 40 años desde aquel verano en que le conocí, en que me tomó bajo su tutela, y cada día mi recuerdo está más vivo, porque cada vez que dirijo me doy cuenta de que estoy haciendo muchas cosas que aprendí con él. Yo creo que fue el primer director realmente moderno de nuestro teatro. Fue un maestro, un jefe de pista, un mago que nos hizo creer que estábamos en Europa: su labor al frente del María Guerrero, en plenísima dictadura, fue fundamental para sentar las bases de lo que ha de ser un teatro público. Dirigió espectáculos que hicieron historia y nos educó a todos: formó, sin pretenderlo, a varias generaciones de actores, directores y espectadores. Brindemos por él”.
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