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Un mercado de las pulgas de diseño

La última gran obra de Barcelona cambia las prioridades municipales

Anatxu Zabalbeascoa

El Rastro en Madrid, Portobello o Camden Town en Londres, Saint Ouen en París o Porta Portese, en el Trastevere romano… siempre es igual: lo que caracteriza a un mercadillo donde se venden libros de viejo, ropa usada, muebles, grifos, antigüedades y hasta zapatos de segunda mano son, efectivamente, las pulgas. Sin embargo, también es fundamental la calle. Las dos cosas son esenciales, el cutrerío y la exposición a la intemperie: la máxima representación de los cambios de temporada en un lugar que vende la misma mercancía a lo largo de todo el año.

Tal vez por eso, el arquitecto madrileño Fermín Vázquez, en su trabajo individual más importante realizado en Barcelona (colaboró también en la Torre Agbar de Jean Nouvel y en la Ciudad de la Justicia de David Chipperfield), ha querido amarrar esa naturaleza callejera en el difícil ejercicio de alterar sin transformar. Las modistas y los zapateros remendones saben hacerlo, pero es difícil conseguirlo con un edificio nuevo.

Lejos de un remiendo, el nuevo mercado barcelonés de Els Encants es la última gran inversión pública de la ciudad. Sin embargo, parte de un remiendo. Su arquitecto sabe que los tenderos llegaron al barrio hace 85 años porque no existía ese vecindario y fueron ubicados allí, el extrarradio entonces, fundamentalmente para no molestar. Hoy, con el barrio en consolidación —ellos empujan por un lado y los nuevos rascacielos por otro— han sido los recién llegados hoteles, torres de compañías poderosas y centros culturales los que han propiciado su reordenación. No es que molesten los tenderos, estorba el caos —que, por otro lado, reina en un barrio atravesado por autovías— y molesta la cacharrería que, sin embargo, forma parte de su gracia. ¿Cómo expulsar al mercado de un barrio que se está sofisticando cuando la propia parada de metro lleva su nombre? Solo hay una alternativa: disfrazándolo, camuflándolo. Puede que eso sea evolucionar (la antigua Barceloneta cambió de la misma manera). En cualquier caso, Vázquez se enfrentó con su edificio a un triple reto: mantener una identidad, reducir a la mitad el espacio ocupado por 266 puestos y tiendas y liberar el antiguo suelo disponible, pendiente de un plan que ordene la zona. Y lo hizo con un objetivo claro: mantener la naturaleza del antiguo mercado en un nuevo proyecto.

Así, la propuesta con la que ganó el concurso se opuso a la posibilidad de encerrar el mercado —convirtiéndolo por lo tanto en centro comercial— y, sin embargo, subrayó el brillo de una cubierta de acero inoxidable dorado extravagante, excesiva y evocadora. El nuevo techo, además de reflejar —y así integrar a un barrio en definición— más que deslumbrar con su brillo novedoso parece querer homenajear el fulgor inesperado de las joyas literarias antiguas que, a veces, los madrugadores dicen hallar entre las pulgas de todos los rastros.

Con ese paradójico arranque, el inmueble escapa a todas las tipologías. Se le conocerá más por el techo que por la puerta. Su cubierta es escultural pero no está cerrado por fachadas. Tiene dos sótanos —con almacenes y aparcamiento— pero su planta baja se confunde con la calle. Quiere ser una calle, una cuesta con rincones y miradores. La gran y festiva pérgola facetada que anuncia el traslado del mercado al antiguo bosque —al otro lado de una de las arterias de entrada y salida de Barcelona—, ofrece mejoras —como proteger de sol y lluvia— pero ese traje nuevo exige también algún sacrificio —el más radical el de perder las pulgas es decir, la espontaneidad—. Eso es un riesgo. Sin ánimo nostálgico, abrir las puertas a otro tipo de clientes podría cerrarla a los habituales. Y convertir un antiguo mercado destartalado en un punto más para las visitas turísticas podría modificar la mercancía que se vende en un lugar tan especializado

Puede que todo eso no ocurra. Los mercados son una de las tipologías más escurridizas y cambiantes y, tal vez por ello, sólidos supervivientes. Habitualmente, su dinamismo termina por colonizar la periferia de su edificio. Así, el mercado que el estudio de Vázquez, B720, ha contenido bajo los oropeles de una cubierta de 15 metros de altura podría expandirse, una vez en uso, hacia el parque vallado que rodea el Teatre Nacional de Cataluña. Podría descender de la cuesta en la que aprietan el hombro los puestos para derramarse por las nuevas calles de un barrio hecho a golpe de nombres de arquitecto (de Nouvel a Chipperfield pasando por Bohigas o Moneo) que va a necesitar definirse desde la calle.

Políticamente se ha intentado que levantar el nuevo mercado fuera un proceso participativo. No se trataba solo de cuidar a los mercaderes, era fundamental cuidar el negocio del mercado: “El que mayor recauda con el alquiler de los puestos en toda la ciudad”, cuenta Óscar Martín, jefe de estudios de Mercats de Barcelona, que ha llevado la negociación con los tenderos, algunos de ellos de cuarta generación.

Es de esperar que con un inmueble que aspira a ordenar la calle, el desorden (las viejas pulgas) desaparezca. Sin embargo, consuela pensar que quedará la calle, una calle con atalayas desde las que contemplar el mar, el este de la ciudad y el nuevo barrio de Las Glorias, indeciso entre el rascacielos Agbar de Jean Nouvel y los últimos reductos de las destartaladas fachadas modernistas.

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