El gran juego de la oca musical
El recorrido por las propuestas menos populares también depara conciertos para el recuerdo en una cita grande
El Primavera Sound tiene algo de juego de la oca…en el que tu ficha siempre cae en las casillas ocupadas por el animalito, lo que renueva el turno de movimiento. El aficionado se acerca a un escenario, escucha un rato, le desagrada lo que ve y marcha en busca de otra oca que le permita seguir disfrutando. Si uno escapa de las casillas marcadas como ganadoras y busca circuitos menos concurridos, además de evitar que le pisen o le manchen con mostaza o falafel –dicen que algunas carnes deshacen los tejidos que tocan- siempre podrá marcarse miradas de complicidad con el resto de público, como diciendo “nosotros sí que sabemos, y no toda esa masa que ha ido a…". Lo ya dicho, menos en los controles de acceso, uno es libre dentro del festival.
Y el festival ofrece un poco de todo. Por ejemplo, sábado tarde. A primera hora paseíto por Minimúsica, donde bandas como Mates Mates tocan canciones de superhéroes, tema del día, ante un montón de críos observados con gesto satisfecho por sus progenitores. La mayor parte son locales, cosa que no suele resultar habitual según los encargados del escenario para los más diminutos. Una vez colmada la satisfacción con capas de héroe a punto de echar a volar, más juego. Esta vez lo proponen siete negros vestidos con túnicas blancas, eso sí que resultaría un disfraz chulo para los chiquillos, llamados Orchestre Poly Rhitme de Cotonou. Pues eso, poliritmia a destajo, golpecillos de funk africano, ecos de soukous con esa guitarrita que hace cosquillas en las canciones y sobre todo, mucha alegría de vivir expresada musicalmente, pura fiesta que diríamos aquí. La banda tiene trompeta, y las trompetas, menos con Chet Baker, siempre suenan a fiesta. Para sonreír sin parar hasta tener agujetas en los carrillos, más o menos como hacían los músicos venidos de Benin, en la parte occidental, rumbera y rumbosa de África. Pero tiro porque me toca, como siempre.
Auditori. Control de acceso en busca del bocadillo de atún cuyo olor moleste a los músicos o de esa botella de vodka comprada sin duda alguna para arrojársela al primer manager que se divise desde la platea. Prueba superada. Se oye “ni que fuésemos a ver a Obama”. Se piensa, “el control hubiese sido menor”. Se va a ver a un alemán llamado Sascha Ring (alias Apparat) que ha compuesto música para una adaptación teatral de Guerra y Paz (Krieg und Frieden en la lengua de la Copa de Europa). La cosa es una electrónica sin ritmo, con piezas que crecen de un murmullo casi paisajístico hasta el temblor propio de un terremoto grado 7. La base de tal propuesta, bastante conmovedora, son los drones, sonidos sostenidos que apenas varían los armónicos y que pueden crecer simulando un ruido digamos vulgarmente estruendoso. Unas gotas de voz, tierna para contrastar, y unas proyecciones realizadas en directo a través de manipulación manual en un proyector –recortes, colores, algo parecido a la arena o polvo etc- y la intervención de instrumentos de cuerda -no se veía un pimiento en un escenario completamente oscuro- articularon un concierto estupendo. La única pega, por poner alguna, vaya, es que la estructura de las piezas, unidas entre sí, era siempre idéntica: de un caballo en solitario a una carga de húsares. Enfadados y sombríos.
De nuevo en marcha, ahora dirección a uno de los escenario situados bajo la placa fotovoltaica del Forum. Allí canta Marc DeMarco, un tipo simpático que presenta a la banda, cuenta alguna gracia, sonríe y en suma parece uno de los críos de Minimúsica. Hace bastante fresco pero la gente, sobrepuesta del pasado ayer, va equipada. Canciones de pop sencillo en formato cuarteto que se antojaron más idóneas para el calor que sin duda está a la vuelta de la esquina.
Y por lo que hace a la oca de la noche del viernes, la gran protagonista no incluida en el cartel fue la humedad. La cercanía del mar la envió en una noche fresca para que conquistase los huesos de los espectadores, que en cuanto se sentaban, salían de la muchedumbre o simplemente permanecían estáticos, veían como les iba calando tal y como si se tratase de la buena música. Que haberla la hubo, todo y que quizás no al nivel que se esperaba. Fue el caso de Matthew E. White, quien intentó a base de crudeza solventar el preciosismo que sus canciones tienen en el único disco que ha publicado hasta la fecha. Como rindiendo pleitesía al maestro, White incluyó en su repertorio una versión de “Are you ready for the country” de Neil Young. En paralelo, el escenario contiguo ofrecía otra de las caras de la música norteamericana actual, el rhythm and blues. La embajadora fue Solange, que logró convocar a una multitud ante su escenario. Que la mayor parte de los asistentes fuesen foráneos quedó evidenciado por cómo y con qué perfecto acento se coreó el estribillo de “Losing you”, una de las piezas que sonaron en un concierto eficiente y resultón que no dejó excesiva huella. Ella lo puso todo, y en lugar de jugar el papel de diva para beber champagne en un descapotable por Malibú, tiró de ejercicio físico, baile y algo que recordaba al aerobic. Muy contagiosa, tanto que la gente bailó bien a gusto.
Más impronta dejaron unos Tinariwen que manifestaron con su presencia la senda de apertura del Primavera a otras latitudes. La banda de Mali, herederos del blues arenoso y africano de Ali Farka Touré, ofrecieron un concierto hipnótico, donde el trenzado de sus guitarras y la riqueza rítmica fueron captando poco a poco a un público capaz de mimetizarse con rapidez: unos juncos arrancados en las inmediaciones ondearon durante toda la actuación de la banda agitados como saludo por un incansable espectador. Juncos y desierto se relacionan tanto como oca y complejidad, pero el detalle “étnico vegetal” tenía intención de aproximación a un mundo tan ajeno como el de los tuaregs, etnia de los Tinariwen.
Y en esos quiebros mentales y estéticos que se viven en los festivales, tras un paseo por las arenas se pasó sin solución de continuidad y gracias a otro salto de oca al pálpito electrónico de James Blake. En formato trío, con la batería como músculo de bombeo, Blake presentó las canciones de su segundo disco entreveradas con éxitos como “I never learnt to shape”. Tiene algo de inquietante la música de Blake, cálida en su sustrato soul y oscura y gélida por el palpitar electrónico de subgraves que la azotan. Quizás con melodías y canciones menos certeras que en su disco precedente y con el efecto sorpresa de su sonido ya diluido, pareció que Blake no concluyó un concierto de dos orejas y rabo. Si sus hallazgos de sonido, texturas, melodía y paso pausado de voz no encuentran el perfecto acomodo en el formato clásico de canción mostrado en el primer disco, Blake puede acabar siendo reiterativo. Se verá.
Lo que ya está visto es que no hay mejor manera que acabar un recorrido musical por una noche húmeda que con un buen bofetón. Lo propinaron Swans, recientes triunfadores del Primavera Club otoñal, autores de piezas que son hachazos de ruido, gritos, guitarras y percusión. Su vehemencia, su tensión y lo angustioso del grito de Michael Gira, su líder, despertaron a quienes acudieron a despeinarse ante su escenario. Su rock de cemento, de intención malsana, ruidista, industrial y mecánico tomó forma de agresión a la flacidez con piezas como “Mother of the world”, una de las lindezas con las que airearon una mirada al mundo donde no cabe la complacencia. Fin de la partida. La oca de los segundos espadas.
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