La nostalgia de las últimas horas
Los conciertos de Crystal Castles y Omar Souleyman alegraron la recta final del festival barcelonés
Última jornada de un festival. Se acaba un paréntesis en la vida cotidiana en el que todo ha sido puesto patas arriba por el acontecimiento. Los horarios se trastocan, se duerme mucho menos y en otros momentos, se come y muy especialmente se cena con cierto desorden marcado por los horarios de los conciertos y no por los requerimientos del estómago y se camina más que haciendo senderismo. Pero precisamente porque el paréntesis concluye, la nostalgia de lo que está a punto de convertirse en recuerdo marca esas últimas horas en el recinto, donde todo el mundo parece que apura esos instantes con más deseo. El festival se despide. Quedará la música y las experiencias con ella vividas. Y para los más ansiosos, a partir del 3 de junio ya están a la venta los abonos de 2014 para combatir el síndrome de abstinencia primaveral.
Recuerdos de una última jornada nocturna en el Primavera. Por ejemplo, la deliciosa manera en la que pronuncian las eses los camareros y camareras portugueses que desde el año pasado atienden las barras. Esperemos que este intercambio producido por la celebración del Primavera en Oporto se traduzca en la presencia de bandas portuguesas en años venideros. No es imprescindible que hagan fados. Otro recuerdo: el uso que de los móviles se hace en el Auditori, donde hasta los acomodadores los utilizan como linternas para orientarse en la telúrica oscuridad del recinto. Más instantes: el frío. Es lo que tiene la primavera, nos convierte en unos primaveras convencidos de que por decreto ha de hacer calor, cuando es sabido que la primavera resulta imprevisible y también mata. Por cierto, que no sonrían los estetas, ni el frío ha acabado con los shorts, que esta año han lucido incluso ellos. Ah, y más que un recuerdo, una rectificación: pateado todo el Forum puede afirmarse que no todo el adoquinado es estable, hay zonas donde continúa flotando más que una defensa de baloncesto. ¿Y la música?, dirán.
Pues muy bien, gracias. Arránquese el recorrido por Antònia Font, cuyo cantante, Pau Debón, parecía frotarse la zona sensible masculina mientras cantaba la primera canción de su repertorio, esa preciosidad llamada “Darrera una revista”- Luego seguiría un repertorio de éxitos salpimentado por alguna de las canciones de minuto de duración que en número de 40 componen el último disco del quinteto mallorquín. No sonó muy bien el concierto, pero ese aire de melancolía surrealista que imprimen Antònia Font a su música los hace únicos. Ah, y la locura se desató con “Wah yeah!”, una de sus canciones más pachangueras.
Pero para disparate Dan Deacon, quien de pequeño debió caer en alguna marmita. Los demás tenemos la suerte de comprobar sus consecuencias. Se inició el concierto, mandó a los espectadores mirar a la luna y por lo tanto dar la espalda al escenario, y Dan les empujó a relacionarse con ella como si el cielo fuese el escenario y el astro el artista al que tocaba actuar en ese instante. Una risa. Luego Deacon recuperó la mirada de su audiencia y les regaló un recorrido por su música, algo parecido a lo que ocurriría si en un tiovivo se estropea un mecanismo y de resultas la atracción gira a toda pastilla disparando usuarios mientras su música se acelera celebrando festivamente el desaguisado. Un disparate caótico, ordenado en el caso de Deacon, tocado con dos baterías. Por cierto, que tras ver muchos conciertos en el Primavera se acentúa la idea de que el Apocalipsis de nuestra cultura se lo llevará todo por delante menos a los baterías. Ellos permanecerán, junto a las cucarachas, especie post nuclear por excelencia, para dar lugar a una nueva civilización. Ni la electrónica ha acabado con los baterías. Su capacidad de adaptación a contextos hostiles resulta asombrosa.
Paseando por el Forum y las piernas pasan por el lateral del escenario donde Wu-Tang Clan actúan. La cabeza se concentra en no tropezar con esas trampas situadas a baja altura, una suerte de pivotes ocurrencia de un arquitecto que solo va a conciertos de butaca, cuya intención es lastimar pies. Justo en ese momento el concierto de hip-hop está en la fase denominada “los payasos de la tele” en la que los recitadores piden que el público diga y haga cosas. No se les ocurre nada con la luna.
Un poco más adelante, en lo que simula ser una caja de material musical, en realidad escenario acústico de una marca de productos para miopes y policías de carretera de película norteamericana, se presupone actuará el Sr Chinarro. Imposible ver nada. Valiente contrasentido. Más abajo, Dead Can Dance ha concluido su ceremonia gótica sin que aparezca ningún nibelungo –el festival, con eso del IVA, no tenía presupuesto para druidas-, ni cualquier otra figura mitológica –el Popocho de la Orquesta Mondragón no vale-. Caray, ¡qué serio es este grupo!, ¡qué catedral de sonido mayestático es capaz de desplegar!. Incluso pareció oler a incienso, pero es una mera sugestión, olía a chorizo a la brasa.
Y luego, tras la actuación de Liars en un escenario petado de público en su doble sentido (lleno y satisfecho), Crystal Castles demuestran lo importante que es la actitud en un concierto. Ella, Alice Glass, no dejó de tirarse al público para que la aguantasen en vilo, se sentaba en el bombo de la batería, tocaba en cuclillas y cantaba como si le estuviesen pisando los juanetes. Un espectáculo que se ignora tiene la misma afectación que las manos de Julio Iglesias, pero que, al margen de todo, funciona. El dúo, tómese nota, también con batería, hizo sus estupendas canciones deshilachadas, construidas a partir de un sonido que un espectador definió como C-3PO, melodías sencillas tocadas con ferocidad punk y cierta dosis de humor en la selección de los sonidos. Música desportillada que huye del estilismo y se adentra en el mundo de la litrona electrónica con unos resultados demoledores. Por cierto, Ethan Kath, la otra mitad del dúo, haría bien en no presentarse en un aeropuerto ataviado como en el concierto. Sólo por la pinta de avieso activista ya acabaría en Guantánamo.
¡Y qué decir de Omar Souleyman, una de las últimas atracciones del festival! Al igual que Mulatu Astatke fue presentado hace unos años en el Sónar, pero al igual que el músico etíope, es en el Primavera donde el público los ha podido ver mejor, en escenarios adecuados –el primero en el Auditori y Souleyman al aire libre con un equipo potente-. El músico hizo un concierto la mar de divertido, una atracción tipo bodas y bautizos en la que, para reforzar esta idea, iba acompañado por un músico vestido de taxista que lanzaba desde su doble teclado todos las bases y sonido sobre las que Souleyman cantaba. Sólo faltó la cabra. Pero Souleyman es jordano, llevaba su correspondiente kufiyya blanca y roja, una túnica negra y unas gafas de sol negrísimas (pasaba de las tres de la madrugada) y un bigotazo benemérito que le daban el aire del tío que dejó Murcia para hacerse millonario en Oriente Próximo. Su concierto fue un verdadero fiestón, con el público haciendo corros, sudando las últimas cervezas mientras era azotado por un volumen atronador y euforizante. A todo esto, Souleyman tenía una actitud escénica de aúpa, moviéndose como un guardia urbano en su cruce, ajeno al desparrame que originaba su música popular, música popular de fiesta árabe. Todo el mundo bailaba, todo. Una delicia que daría paso a la fiesta, ya más próxima, de Hot Chip.
El Primavera se acababa. Un último paso bajo el cartel de acceso, una postrer mirada hacia atrás y allí quedaban momentos que en ese mismo instante comenzaban a ser recuerdos. Todos ellos unidos y provocados por la música en directo y su celebración.
Babelia
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