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Primavera Sound: un epítome de nuestro tiempo

Clasicismo, celebración generacional y velocidad de consumo se citan en un cartel espectacular a partir de esta noche en Barcelona

La banda estadounidense de rap Wu-Tang Clan.
La banda estadounidense de rap Wu-Tang Clan.

Corren tiempos raros, pero en este desbarajuste emerge poderosa la figura del Primavera Sound, festival que con su paulatina evolución ha ido ocupando un espacio que le sitúa como uno de los principales festivales estatales. La edición de este año, recordemos el año de la crisis, uno más, el año del IVA, y de la continuada caída del negocio del directo, el Primavera ha agotado los abonos y puede conseguir un registro de asistentes histórico. El festival crece en todos los sentidos: aumentan las actividades paralelas, el número de escenarios supera al de los enanitos de Blancanieves y todo hace pensar que el número de visitantes extranjeros tonificará un festival que, igual que el Sónar, el otro gran referente barcelonés, no sería viable sin el aporte de público foráneo. Y es que aquí ni somos tantos ni disponemos de suficiente renta.

¿Que hace del Primavera Sound de este año un festival tan llamativo? Entre otras cosas, y aunque parezca un contrasentido, la crisis de la industria discográfica. Los festivales son como pescadores que lanzan el anzuelo al río, que ahora, dado que los músicos ya no se ganan la vida vendiendo discos, han de salir a nadar en los directos. Ergo el río va lleno y se puede escoger. Otro detalle nada baladí es la aceleración del pulso nostálgico y de la autoafirmación generacional. Parece que la generación de finales de los ochenta tuviese ansia por tener bien estructurados y envasados sus propios recuerdos, aquellos que le sustancian como colectivo consumidor generador de estéticas, sueños y mitomanías. Ello explicaría que 15 años resulten suficientes para celebrar una efeméride. Así cabe leer la conmemoración del Una semana en el motor de un autobús de Los Planetas, grupo que no ha esperado por ejemplo a los 25, cantidad que pese a la crisis del matrimonio sigue siendo la primera conmemoración de las parejas que consiguen aguantarse mucho tiempo.

Más llamativo es el caso de The Postal Service, dúo cuyo mérito consiste en haber editado hace aún menos, diez años, un disco estupendo, Give up. Y ya está. Sólo les ha hecho falta esperar esos años para ser reivindicados por un público que parece no tener paciencia para dejar que el paso de los años convierta en remota la semana pasada. Esta aceleración del consumo, de la emulación en lapsos telegráficos de tiempo de lo conseguido por otras generaciones a base de años de tabarra con The Clash, Weather Report o Creedence, tiene otro efecto: ya no tienes que ser un vejestorio para ser un dinosaurio. Que se lo cuenten a Damon Albarn y a sus Blur, banda que en 1.989 todavía se llamaba Seymour y que vuelven como cabezas de cartel, recuperación de una década que apenas hace una década finiquitó. Dinosaurios de llavero. La reaparición de los Dexys va por el mismo camino, aunque ellos han esperado más tiempo. Y lo de Wu-Tang Clan demuestra que llegado el caso, los negros también tienen lógica comercial blanca.

Se le llamará repaso a la historia, que lo es, pero lo cierto es que el vértigo de los descubrimientos no cuadra con The Jesus and Mary Chain, quienes ejercen también de dinosaurios de una época que, eso es lo peor, parece no haber marchitado. Porque Yes fueron dinosaurios no sólo porque eran un grupo de palizas anclados en sus años heroicos, sino porque además su música había pasado de moda. Lo sabían hasta ellos, hartos de aguantar los chistes de los punks. Por el contrario The Jesus and Mary Chain son dinosaurios con el ego hipertrofiado porque sus hallazgos ruidistas siguen siendo utilizados por generaciones de cachorros que desde que se bajan mp3 son incapaces de mirar a otra parte que no sea el pasado. Para que lo hagan ellos, volvemos nosotros, parece el eslogan también usado por My Bloody Valentine, cuyo gran recurso es hacer más ruido que Manowar. En este contexto y pese a su nombre, Dinosaur Jr aparecen como lagartijas, mismo caso de The Breeders, encantadas de haber compuesto, hace 20 años, Cannonball: es verdad, un temazo.

Otros se han limitado a envejecer mirándose el patio sin necesidad de jugar en el centro del mismo. Es el caso de Nick Cave, Swans o Dead Can Dance. El primero porque siempre ha parecido algo sobrado y supo jugar con varias cartas, el otro, Michael Gira, porque aún anda pasmado ante el asombroso éxito de su último disco, The seer. Y lo de Dead Can Dance se entiende porque la música catedralicia nunca se ha marchado del todo, aún menos en tiempos de Juego de Tronos. Por su parte, los neometaleros Neurosis, 30 años de carrera, deben estar encantados por salirse del circuito fúnebre y melenudo –o rapado, que no hay término medio- y descargar su metralla entre amantes de las praderas del Medio Oeste vistas desde Europa (aka seguidores de un Matthew E White que cambia el acento piloso metalero de lugar, situándolo en la barba). Pero el centro del tsunami primaveral sigue estando en esas bandas incalificables que recuerdan tanto al jazz, más que nada porque sus canciones resultan imprevisibles y pueden acabar en el siguiente compás o durar tres minutos más. A fin y al cabo esa es la liberación que el jazz propuso a sus practicantes: toca el tema como quieras hasta que no tengas nada más que añadir.

Animal Collective, Grizzly Bear y, por el lado más punky y electrónico, Crystal Castles apuntan a ese centro espiritual del Primavera, lo “raro”. Dan Deacon, un iconoclasta con batidora electrónica sin el espíritu punk del dúo canadiense, se apunta a este apartado, como The Knife o también Do Make Say Think, otros canadienses que llevan a pensar que hay algo que huele a podrido en el país del arce. Phoenix, Hot Chip y Four Tet son otras propuestas con seguimiento garantizado. Pero si se quiere excentricidad vía intravenosa: Pantha Du Prince & The Bell Laboratory, sí, una unión entre techno y un carrillón de 50 campanas que deja al nivel de Nacho Umbert una celebración jacobea en Santiago. Pero no olvidemos en este apartado al Ido Oficial Alternativo, el sin par Daniel Johnston, el hombre que cantando hace que Dylan parezca Tracey Thorn.

Y hablando de Dylan no olvidemos que el festival hace muchos guiños al clasicismo. De hecho hay bandas que podían haber vestido con terlenka, caso de Band of Horses –praderas para vaqueros delicados-, Thee Oh Sees –mezcla imposible de 13th Floor Elevators y los primeros Soft Machine-, Tame Impala –según la web del festival, suenan “como sonarían los Beatles si no se hubiesen separado y hubiesen cambiado de proveedor” o Chris Cohen, un cantante sensible con piezas que cabrían en discos de Caravan. En suma, Syd Barret hubiese flipado en el Primavera. Más aún al ver a esos artistas que muestran la existencia del más allá: Mulatu Astatke (el Milt Jackson etíope), Omar Souleyman (el Peret sirio) o Tinariwen (John Lee Hooker con mucha arena). Y no olvidemos otro paso más allá del festival, la cosa sedosa y seductora, la electrónica de trago largo: James Blake; el soul satinado de Jessie Wave; el r&b con pedigrí de Solange –hermanísima de Beyoncé- o el house bailongo de Disclosure. Por lo que hace al más acá, lucen John Talabot, nuestra apuesta más exportada, llámeselo movilidad exterior, Manel y Antònia Font, estos últimos seleccionados directamente por Pitchfork, así como Pony Bravo, Tarántula, La Bien Querida, Extraperlo, los irónicos Hidrogenesse y muchos más que quizás en cinco años celebren el disco que editaron en 2013. ¡Quién sabe!

Y para el final una reflexión: ¿es o no chocante que la cancelación de un segundón popularizado por un documental, género que sólo ven los artistas documentados por los mismos documentales, se haya convertido en la noticia del pre Primavera? ¿Pero quién demonios es Rodríguez?, ¿quién era hace 10 minutos?, ¿no será la rodaja de realidad, vejez y ética en un mundo virtual de treintañeros descreídos? Lo dicho, corren tiempos raros. Tanto que una marca comercial considera un hallazgo lanzar una aplicación de móvil que te permite ser localizado en el delicioso anonimato de un festival.

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