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DESPIERTA Y LEE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ilustrado pragmático

Denis Diderot continúa gozando de prestigio en el mercado de valores intelectuales actual

Fernando Savater

Denis Diderot es quizá la figura destacada de la Ilustración que sigue contando con mayores simpatías entre quienes hoy todavía se consideran ilustrados. Voltaire fue sin duda un gran señor de las letras —“¡como yo!”, se ufanó Nietzsche, no sin peligro para ambos—, pero ahora ese rasgo aristocrático se vuelve contra él, lo mismo que sus astucias de inversor que se benefició indirectamente de la trata de esclavos; y si vamos a Rousseau, sirve igual para defender luces democráticas como sombras comunitarias contra el teatro o el individualismo. ¿Y qué decir del insigne Montesquieu, que muere o resucita según le peta al politicastro de turno que quiere darse lustre a su costa?

Sin embargo, Diderot continúa gozando de prestigio en el mercado de valores intelectuales actual, que por otra parte dista de ser el Juicio Final. En lo personal, cuenta con pergaminos hoy inatacables, porque fue libertino pero trabajador (¡le debemos nada menos que la Enciclopedia, coño!), descreído pero lleno de fe en las Luces, un racionalista escéptico y romántico, tan científico como Eduardo Punset y tan sentimental como Corín Tellado. Estuvo en la cárcel por sus ideas, aunque aduló prudentemente a veces a quien podía ayudar sus empresas. En lo ideológico fue materialista y libertario como el que más (¡más que el que más!), pero se habría horrorizado de llegar a saber que la figura de su heredero no saldría de las sombras del futuro llevando en la mano el fanal de la razón, sino una cabeza cortada chorreando sangre. Lo describe bien Félix de Azúa en su reciente Autobiografía de papel (libro que, por cierto, tiene algo de reparto de premios fin de carrera). Diderot fue, es y creo que seguirá siendo un tipo simpático. Este año, con motivo del tricentenario de su nacimiento, se han multiplicado las publicaciones sobre él, como Diderot ou la bonheur de penser (Fayard) de Jacques Attali o Diderot, un diable du ramage (Gallimard) del maestro Jean Starobinski, su mejor conocedor.

También acaba de hacerse pública en España una razón más para mantener nuestra estima por él. Se trata de un escrito de circunstancias, de esos que suelen nacer al calor de las urgencias del momento y que pasan de moda con igual rapidez… salvo que las vueltas y revueltas de la historia lo traigan de nuevo a la actualidad que, como ya sabemos, suele ser “rabiosa”. El escrito es su Carta sobre el comercio de libros (ed. Seix Barral), con prólogo de Sergio Vila-Sanjuán y un estudio de Roger Chartier. Responde a una petición del gremio de libreros parisinos en defensa de las garantías de su comercio y va dirigida al magistrado encargado de la Librería (algo así como la actual Dirección General del Libro), que era entonces Antoine Gabriel de Sartine, al que algunos conocemos como personaje de la serie de novelas policiacas ambientadas en el Siglo de las Luces, invariablemente excelentes, de Jean-François Parot.

Diderot no es un entusiasta de los privilegios de los gremios ni de cualquier cortapisa a la libertad de comercio, pero entiende perfectamente que la única forma de que un autor sea remunerado por su trabajo —y por tanto pueda crear en libertad no tutelada por mecenas— es proteger los derechos de los editores que compran su obra de parásitos imitadores que vendan a menor precio lo que otros consiguieron según trato justo. Su pragmatismo ayuda a sus principios, para facilitar su cumplimento más allá de la retórica. Este razonado alegato, una bella pieza ilustrada, demuestra que las asechanzas que hoy padece la creación cultural no son espejismos de quienes no entienden la modernidad, sino la continuación de un combate contra los que desde antaño pretendieron malversarla en su interés. Y nos deja algunos axiomas imprescindibles, como que “el autor es dueño de su obra o no hay persona en la sociedad que sea dueña de sus bienes” y que “el derecho del propietario es la verdadera medida del derecho del comprador”. Gracias, viejo maestro.

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