Sin oro al final del arco iris
Causó sensación, seguro que lo recuerdan. Staff Benda Bilili contaba con un relato apasionante: cuatro maduros músicos callejeros de Kinshasa que, afectados por la poliomielitis, se desplazaban en triciclos, no siempre motorizados. Como sus predecesores de Konono Nº 1, eran capaces de fabricarse sus propios instrumentos: les distinguía el punzante satongé, hecho con una lata y una cuerda metálica. Toda una gesta: el triunfo de la voluntad contra la adversidad. Ensayando en las ruinas del zoológico de la capital congoleña, formaron a sheges, niños de la calle, para que integraran su sección de ritmo. Y triunfaron, o al menos eso parecía: inspiraron un aplaudido documental (Benda Bilili!,2010), grabaron dos exuberantes discos para la colección Congotronics del sello belga Crammed.
Una de esas narraciones que nos conmueven. Excepto que aquí no se detecta el esperado final feliz. Resulta que, en contra de lo anunciado, no ha habido gira europea de Staff Benda Bilili en abril y marzo de 2013. De hecho, ahora mismo parece que el grupo no existe; al menos, se ha roto. Dos de sus cabezas visibles, Coco Ngambali y Théo Ntsituvuidi, se han embarcado en uns nueva aventura, el Trio Mbongwana. Por su parte, el líder Ricky Likabu insiste en que Staff Benda Bilili sigue vivo, a pesar de la espantada en la citada gira. De cualquier manera, la imagen está rota.
Detrás de la conmoción, una historia eterna: el descontento de unos músicos que sienten que no se recompensan sus esfuerzos. La ruptura con el “descubridor” (blanco), que no tomó la precaución de hacerles firmar un contrato formal. La aparición de un “salvador” (negro) que pretende enmendar la situación.
Los detalles epidérmicos no son gratuitos. Puede que haya “explotación neocolonial” o dudosas prácticas contables; puede que las cosas no se hayan sabido explicar. Se me ocurre que Staff Benda Bilili simplemente ha chocado con las rudas evidencias de la industria musical en tiempos recientes. A saber: que la música grabada apenas genera ingresos. Que el dinero —cada vez menos— está en los directos.
Pero las giras de un grupo extenso —además, con sus necesidades particulares— no son necesariamente rentables. Los cachés pueden parecer extraordinarios en África pero luego hay que descontar viajes, gastos, sueldos de empleados occidentales, porcentajes, impuestos, autores. Tras hacer las restas, es posible que no haya demasiado para repartir.
Al fin y al cabo, todos conocemos el “efecto Buena Vista”. El Buena Vista Social Club vendió muchos millones de copias, generó una película y una serie de discos colaterales, puso en movimiento a todas sus figuras. Pero si alguien visitó Cuba por aquellos años, también recordará la desesperada urgencia de tantos músicos, veteranos o no, por subirse a aquel tren. Prácticamente, a cualquier turista que tuviera algo que ver con la música le ofrecían la posibilidad de lanzar a grupos y solistas con historial. Y hubo quien se tiró a la piscina del management sin conocer las peculiaridades del negocio (y sí, también se coló algún tiburón). Se produjo una saturación de música cubana “de viejitos” que, efectivamente, dejó muchos sueños rotos, bastante ira, una frustración palpable.
Estamos hablando de artistas que, por usar la jerga habitual, hacen world music. Pero, créanme, ocurre igual en todos los territorios sonoros. Amamantados por fabulosas epopeyas de ascensiones a la cima, los creadores del pop y el rock hoy se dan de bruces con realidades ásperas. Ya nadie sueña con comprar coches deportivos y mansiones con piscinas: con discos y un nombre establecido, se lucha simplemente por vivir de la música.
Cierto pudor, la querencia por el viejo sueño, hace que esos detalles se disimulen. Para decirlo brutalmente: a pesar de lo que se contaba en aquella bonita leyenda, no hay una olla de oro esperando al final del arco iris. El arco iris, recuerden, es un fenómeno óptico. Aquí y en Kinshasa.
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