Cincuenta sombras de san Jorge
O qué pasó tras la muerte del dragón
Capítulo Uno
Me veo en el espejo y frunzo el ceño, frustrada. Vaya pelos. ¡No hay modo de que se queden en su sitio! Claro, de buena mañana me ha raptado un dragón que se me quería zampar a lo vivo y hace un momento me acaba de rescatar un galante caballero. Es normal que el peinado se me haya quedado hecho un higo. Lo recompongo un poco mientras miro de reojo al caballero, acercándose con paso firme a reclamar el premio que mi padre había prometido a quien consiguiera derrotar a la bestia: mi mano.
Me giro hacia él y tropiezo con el vestido, hecho trizas. ¡Diantre! ¡Pero mira que soy torpe! Avergonzada, levanto la mirada y veo que me ofrece ayuda con sus fuertes brazos. Madre mía. Qué joven. Y qué atractivo. Es alto y lleva una cota de mallas gris, con una camisa blanca debajo, los cabellos color cobre oscuro y esos ojos intensos y brillantes. Se llama Jorge, el Caballero Gris, y me acaba de salvar la vida. Ahora mismo no hay nada que me apetezca más que ser suya para toda la eternidad.
Al incorporarme, me alarga una rosa mágica que ha crecido de la sangre vertida por el dragón. Qué detalle. La tomo y nuestros dedos se rozan ligeramente. Siento que un escalofrío extraño y estimulante me recorre el cuerpo, y automáticamente retiro la mano. Primero pienso que debe de ser eso que llaman amor a primera vista, pero después veo que se me ha clavado una espina de la rosa. Me quedo unos segundos embobada mirando cómo una gotita roja mancha mi blanca piel.
El día ha estado lleno de emociones. El dragón me ha atacado y me ha arrastrado hasta su cueva. Si me movía, chasqueaba la cola en mi culito indefenso, una y otra vez, sin dejarme respirar. Y ahora esto. Debería dolerme todo, pero en cambio estoy… excitada. Mi diosa interior ha despertado. Nunca había sentido tal calor entre las piernas. Tengo unas ganas locas de que llegue la noche de bodas, a ver si puedo sacar algo de todo esto.
Capítulo Dos
Lo tengo todo a punto. Estoy sola en la habitación esperando a que llegue mi marido recién estrenado. Oigo que alguien abre la puerta. Late mi corazón como si corriera montaña arriba.
–¡Diablos! Princesa Anastasia, ¿qué os ha pasado?
El Caballero Gris levanta la espada que lleva al cinto y se acerca a mí.
–¿Dónde se esconde el infame que así os ha atado? –Blande el arma de un lado al otro–. ¡Que salga si es valiente!
Mejor le explico de qué va esto, antes de que se ponga a destrozar el mobiliario.
–Mi señor, no sufráis: no hay malvado alguno.
Pone cara de sorpresa. También la han puesto mis doncellas cuando les he dicho que me ataran a la silla.
–He pensado que podríamos jugar a dragones y princesas, como el día en que nos conocimos…
Jorge baja la espada y, más tranquilo, lanza una mirada no precisamente discreta hacia mi escote. Llevo un corsé apretado al máximo y los polvos que he esparcido por el pecho hacen que brille más esplendoroso que nunca. Los pezones se me endurecen al sentirse observados y se me escapa un suspiro de placer. Mi hombre sonríe con picardía.
–Claro. A ver… –Se aclara la garanta y se mete en el personaje–. ¡Oh! ¡Una princesa atada! Seguro que un dragón malvado la tiene secuestrada. ¡Estad tranquila, bella dama, ahora mismo vengo a rescataros con mi caballo!
–No, no… –Pongo los ojos en blanco–. No me refería a esto. Vos no debéis hacer de caballero, sino de dragón.
–¿De dragón? –se queda con la boca abierta.
–Sí, de dragón. Ya sabéis, aquello de maltratar a doncellas sin piedad con la cola…
–¿La cola? ¿De qué cola habláis, mi señora?
–Vaya, parece que a vos se os tiene que explicar todo, ¿no? ¡Usad la imaginación, caray!
Veo que va perdido, así que le doy una pista.
–Por ejemplo, podríais usar ese látigo que… ehem… alguien se habrá dejado olvidado.
Lo coge, obediente, y lo mira sin saber muy bien cómo proceder. Se nota que está más cómodo con la espada. Se aclara la garganta otra vez e intenta cambiar de papel.
–¡Grrr! Soy un dragón hambriento que… eeh… he venido a comerme a la primera princesa que encuentre. ¡Grrr!
Entonces intenta usar el látigo, pero la punta se le enrolla en la bota y casi cae de bruces al suelo. Intenta deshacer el nudo, pero se le lía aún más. Va pegando saltitos por la habitación para mantener el equilibrio.
Acabará haciéndose daño. ¡Qué desastre! Le hago un gesto para que se deje de látigos y venga a desatarme y a consumar el matrimonio por la vía tradicional. Habrá que dejar las florituras para otro día.
Capítulo Tres
Oigo como canturrea en su habitación mientras se va desvistiendo. Ha llegado el momento de intentarlo de nuevo. Me paso el cepillo por el pelo, me desabrocho otro botón de la camisa y cojo una copa llena. Abro la puerta sin llamar. Jorge pega un salto.
–¡Mi señora! No os esperaba. Ahora mismo iba a darme un baño.
–Oh, caballero mío, no quería importunaros. Solo os traía algo para calmaros la sed.
Me acerco a él exagerando el movimiento de las caderas, pero creo que no sirve de mucho, él tiene los ojos clavados en otro sitio. Es difícil competir con un buen vaso de vino. Cuando estoy a un solo paso, finjo que tropiezo y le tiro la bebida por encima.
–¡Ay, pero mira que soy bruta! ¡Parece que tenga dos pies izquierdos! Lo siento mucho, mi señor.
Jorge se mira su camisa blanca.
–No os preocupéis, princesa Anastasia, no ha pasado nada.
–He sido una chica mala. Me tendréis que castigar.
–¿Castigar? ¿Por una camisa vieja? Mujer, si tengo un armario lleno…
–No, no, insisto: merezco un castigo.
–Venga, olvidémoslo. Si vais a buscarme otra copa será suficiente.
–Escuchad: ¡ya está bien! Os digo que merezco un castigo, y punto.
–No os pongáis así… Si os hace feliz os castigo. Eeeeh… Escribid cien veces “No volveré a tirar el vino sobre mi amado”. ¿Qué os parece?
–¿Pero qué clase de castigo es este? ¿No es os ocurre nada mejor? Mirad, casualmente veo allí una fusta de golpear la ropa que… ehem… alguien habrá dejado olvidada. Puede que si la usáis para darme unos cuando azotes aprenda de una vez a andar con cuidado, ¿no os parece?
–¿Unos azotes, mi señora? ¿Estáis segura de que..?
–¡Azotes he dicho! ¡Ahora mismo!
Jorge corre a buscar la fusta sin atreverse a discutir. Mientras, me subo la falda y dejo al descubierto unas nalgas pálidas y perfumadas. Siento un hormigueo de anticipación en la piel. Un ardor me recorre el espinazo y me estalla en las ingles. Mi diosa interior está dando volteretas. Me muerdo el labio, incapaz de controlarme. Siento sus pasos que se acercan. Me inclino ligeramente para facilitarle la tarea.
El impacto me envía rodando al otro extremo de la habitación. Acabo patas arriba, con la falda por sombrero y un dolor terrible en mis delicadas ancas.
Capítulo Cuatro
Estoy en mi habitación, leyendo. De pie, porque me duele cuando me siento. Han pasado dos días y tengo aún el culito rojo como un tomate. Ahora ya sé que las fustas son demasiado peligrosas en manos de alguien acostumbrado a matar dragones a mazazos. Pero yo no me rindo tan fácilmente. Mi Jorge es un hombre de blancos o negros, ¡pero voto a Dios que conseguiré sacarle todos los matices de gris que tiene escondidos en su interior!
Soy una mujer de mi tiempo. Solo quiero un hombre que me subyugue, me maltrate, me controle y me ordene cosas humillantes. ¿Es que pido demasiado? ¡Todas mis amigas lo tienen! ¿Por qué me ha tenido que tocar un caballero que me respeta y me regala flores? Dentro de mil años quizás triunfarán los hombres románticos que nos traten como iguales, pero ahora estamos en 1096 y las cosas son como son. Seguro que una mujer del siglo XXI vería mis fantasías de dominación como algo más ridículo que excitante, y si escribiera un libro explicando este tipo de historias nadie lo leería. ¡Pero yo vivo en el presente, no en el futuro!
En caballero entra en la habitación e interrumpe mis pensamientos. Está muy serio.
–Lo lamento, mi señora. El Papa Urbano II ha llamado a la guerra santa para recuperar las tierras sagradas de manos del infiel. Caballeros de todas partes se unen a la cruzada. Mi espada tiene que estar a su lado en un momento tan importante como este. Supongo que lo entendéis…
Diantre. Diantre y rediantre. Solo me faltaba eso. ¡Ahora que parecía que hacíamos progresos! Todos los hombres son iguales. Los pones ante la promesa de unos años de peleas ininterrumpidas y para allá van corriendo como perseguidos por el diablo. ¡No dedican ni un segundo a pensar en los deberes conyugales que desatienden!
Doy mi bendición al Caballero Gris y voy a buscar el rosario. Me espera una larga temporada de ruegos y oraciones para que me lo devuelvan entero y en condiciones de poder continuar su educación. ¡Todavía tengo que enseñarle a ser un marido como es debido! Mientras tanto, procuraré hacerme raptar por otro dragón que sepa cómo hay que tratar las nalgas de una dama.
Ganador del XII Premio de Literatura Erótica La Vall d’Albaida
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