Un Duchamp relajado
En El legado de Humboldt (Galaxia Gutenberg), hay un momento en el que Saul Bellow nos recuerda cómo Artaud invitó a los intelectuales más brillantes de París a una conferencia y, cuando los tuvo a todos reunidos, no leyó nada, se subió al escenario y se puso a gritarles como un animal salvaje; soltó gritos horrísonos mientras los intelectuales parisienses permanecían sentados considerando que en el fondo aquella era una conferencia exquisita. Fue como si Artaud hubiera comprendido que el único arte que podía interesar a los intelectuales era uno que celebrara la primacía de las ideas. Los artistas debían interesar a los intelectuales, la nueva clase.
Aquella nueva clase hoy está en pleno proceso de extinción. Entre nosotros, la figura del intelectual francés ha sido la que más ha perdurado, pero se halla ya en el último tramo de su proceso de evaporación. Tony Judt cuenta el caso de un ingeniero de París que fue enviado por su gobierno en 1830 a observar las pruebas de la locomotora que unía la línea ferroviaria Manchester-Liverpool que acababa de inaugurarse. El ingeniero francés se sentó junto a la vía y durante días tomó abundantes notas mientras el primer ferrocarril del mundo con pasajeros iba y venía impecablemente entre las dos ciudades. De vuelta a París, comunicó sus conclusiones. “La cosa es imposible, no puede funcionar”, escribió. Para Judt, ese absurdo ingeniero retrata a la perfección lo que es un intelectual francés.
Está claro que en su fragmento artaudiano Bellow nos describió el momento en el que la clase intelectual europea empezó a mirar por encima del hombro a la clase artística, y de rebote la cultura misma se convirtió en el tema del arte. Es probable que un artista como Duchamp estuviera entre los pioneros en captar que solo iba a interesar a los intelectuales un arte de ideas, y quizás eso le hizo jugar a simular que asumía de golpe los dos roles a la vez, intelectual y artista. Ideas no le faltaron de entrada. Si una refinada audiencia de intelectuales franceses había escuchado respetuosamente a Artaud cuando les ladraba, a Duchamp esa misma audiencia le adoró cuando vio que la no actividad era su marca de agua.
En Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne, mi biblia personal desde hace cuarenta años, he vuelto a encontrar estos días ese momento en que el entrevistado ironiza con gracia en torno al mito —falso, se sabría a su muerte— de su renuncia en sus últimos veinte años a cualquier forma de expresión artística. La nueva traducción en This Side Up de estas conversaciones lleva añadidos cinco apéndices (de Motherwell, de Dalí y tres del propio Cabanne), y en uno de ellos quizás nos sorprenda enterarnos de que, a finales de los sesenta, ese maravilloso libro tuvo críticas feroces. En una de ellas se acusó al entrevistador de haber tratado a Duchamp como si fuera un campeón ciclista. Y en otra se consideró que las preguntas de Cabanne eran estúpidas, y de ahí que Duchamp hubiera contestado con trivialidades y engañado al entrevistador diciéndole que llevaba “una vida de mozo de café”.
Lo que pudo ocurrir con tanto desvarío intelectual (de intelectual francés en su mayoría) es que muchos no podían soportar que Duchamp hubiera querido, al final de su vida, dar de sus “cosas” (así llamaba a sus obras) explicaciones relajadas, sencillas, concisas, sin segundas intenciones complejas, o intenciones secretas. Muchos intelectuales adoradores de este artista no quisieron aceptar ese lado trivial de su mito, porque eso equivalía a poner en entredicho las interpretaciones que éste o el otro habían elaborado en torno a su obra. Es decir, todo el mundo quería apropiárselo. Sin embargo, Duchamp, nunca ha pertenecido a nadie, y por suerte nadie ha poseído nunca su clave, ni nadie desvelará nunca su misterio. Tanto más cuanto no hay misterio ni hay clave.
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Babelia
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