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EL MITO BRITÁNICO CUMPLE 80 AÑOS
Columna
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Humor, talento y clase. O sea, Caine

De los actores legendarios que siguen vivos habiendo cruzado los 80 años entre los auténticamente grandes solo queda en activo Caine

Carlos Boyero
Caine, con Sean Connery, en 'El hombre que pudo reinar'.
Caine, con Sean Connery, en 'El hombre que pudo reinar'.

Este señor rubio de mirada descreída (debido probablemente a su ancestral miopía) y sonrisa irónica llamado Michael Caine, que para ventura de cualquier espectador con paladar educado sigue colocándose delante de la cámara y enamorándola, cumplió ayer ochenta años. Si haces agradecida memoria de los actores legendarios que siguen vivos habiendo cruzado esa edad definitivamente invernal, descubres que Sean Connery y Gene Hackman hace tiempo que decidieron jubilarse, que entre los auténticamente grandes solo nos queda en activo Caine. En jugosos papeles secundarios como el sabio y elegante mayordomo de Batman o aceptando el protagonismo en la sombría y excelente Harry Brown,interpretando a un anciano vengador en una sórdida y violenta barriada de Londres.

Caine ha hecho películas grandiosas, comedias memorables y también cine irrelevante, pero en mi caso, verle y oírle siempre ha justificado el precio de la entrada. Es versátil, puede meterse en la piel de gente muy distinta, se mueve con idéntica credibilidad y atractivo en el drama y en la comedia, pero su estilo interpretativo siempre representa una marca, seducción, garantía de calidad, voz propia, aunque esté al servicio de lo que le exigen sus directores y sus personajes.

Caine pertenece a una generación gloriosa de actores ingleses, apadrinados en su trabajo por Richard Burton y con la misma afición que este a los goces etílicos y a los placeres de la carne. Los colegas de Caine en el trabajo y en la fiesta llevan los gloriosos nombres de Richard Harris, Robert Shaw, Peter O’Toole, Terence Stamp, gente así, con contrastado talento para la interpretación y para exprimir la vida.

Caine, cockney de nacimiento y de vocación, nunca ha tenido problemas en la pantalla para hacernos creer que pertenece a la aristocracia inglesa de toda la vida. Se me ha difuminado el argumento de Zulú y de Ipcress, sus primeras películas, pero la presencia de Caine como un rígido militar y como el ciníco agente del contraespionaje Harry Palmer me dejó huella. Tenía algo muy poderoso, no era un actor normal. Jamás me ha decepcionado y en varias ocasiones me ha dejado con la boca abierta. Lo hizo en La huella, enfrentándose con toneladas de clase pero también de coraje a un reto tan difícil como enfrentarse sin complejos durante dos horas y media en el único escenario de una mansión victoriana a alguien tan intocable como lord Laurence Olivier, en un juego a muerte y un retrato de la lucha de clases magistralmente orquestado por Mankiewicz. También en la maravillosa película de Huston El hombre que pudo reinar, interpretando junto a Connery a dos imborrables pícaros que alcanzan poder y riqueza, la pierden, recobran la dignidad y la lucidez en su fracaso. Y cómo no recordar con una agradecida sonrisa a Caine en Hannah y sus hermanas, a ese hombre que tiene una existencia razonablemente feliz con la mujer que le conviene, pero que se vuelve loco por su sensual cuñada. Y me emociono cada vez que escucho en Las normas de la casa de la sidra al medico abortista, adicto al éter y a las enfermeras, protector de niños huerfanos, o abandonados, o a los que nadie quiere, despedirse cada noche de estos, después de haberles leído unas páginas de Dickens, con estas palabras: “Felices sueños, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”.

Caine no solo es una de las cosas grandes que le han ocurrido al cine. Su libro de memorias Mi vida y yo es tan inteligente como divertido. Y espero con ansiedad el segundo The Elephant to Hollywood. Gracias por todo, señor Caine. Y que viva usted el tiempo que desee.

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