Rodando hasta las Antípodas
Albert Casals lleva viajando por el mundo desde adolescente Sin dinero y sobre una silla de ruedas, su historia de superación protagoniza ‘Mundo Pequeño’
Si, como propone el escritor británico Terry Pratchett en su saga del Mundodisco, la Tierra fuera un plano sostenido por cuatro elefantes y una tortuga, el límite de los viajes de Albert Casals lo marcarían cada uno de sus lados. Pero como este mundo es tercamente redondo, el final del camino es solo una ilusión que se repite cíclicamente, ad infinitum. Solo hay un punto de partida, Barcelona. La llegada... nunca se sabe cómo ni cuándo se presentará. Peregrino sin venera desde los 14 años, viajero con su imaginación y alegría (casi) como único equipaje, Casals, nacido en 1990, es el protagonista de la cinta Mundo Pequeño, una propuesta que bascula sin terminar de asentarse entre el documental, el género de aventuras y la comedia romántica, y que se estrena hoy en las salas tras una fructífera ruta por diferentes festivales internacionales. Junto con su novia, Anna Socías, este joven trotamundos de pelo azul e inquebrantable sonrisa emprende la que será su mayor hazaña hasta la fecha (y solo hasta la fecha), ir desde su casa hasta literalmente el otro extremo del planeta, un faro perdido en Nueva Zelanda. El reto: que lo harán sin dinero y sin itinerario fijo. Ah, y claro, faltaba un detalle: es que resulta que Albert, el Albert, que diría en su catalán materno, no puede caminar.
“Adolescente barcelonés recorre decenas de países haciendo autostop o colándose en medios de transporte, durmiendo y comiendo en las casas de anfitriones espontáneos o allá donde sea humanamente posible. Una mononucleosis derivada en leucemia cuando era niño le dejó postrado en una silla de ruedas, lo que no impide que se mueva tan rápido como cualquier otro”. Si no con esas palabras, que seguro que no, con algunas parecidas describía las peripecias de Casals el breve periodístico a través del que, hará unos cinco años, Marcel Barrena tuvo noticia de esta historia. “A raíz de ahí nos pusimos en contacto con él y le propusimos la misión: ir al fin del mundo”, cuenta el director del filme, que se estrena en el documental tras una laureada incursión en la ficción, la TV movie Cuatro Estaciones. “Y él nos dijo: me habéis caído bien, así que vamos a hacerlo”.
Otros ya habían intentado convencerle de llevar su vida a la pantalla, pero solo este equipo le ofreció la posibilidad de hacerlo exactamente como él quería: con absoluta libertad. “Decidimos no ir con ellos en el viaje, porque si no todo se desvirtuaría, y nos pasamos meses entrenando para enseñarles cómo se usa una cámara”. Sin equipo detrás, los fragmentos autograbados del periplo de Albert y Anna, que en ocho meses dejan atrás Europa y Asia para adentrarse en Oceanía, se entremezclan con entrevistas tanto con los propios protagonistas como con sus familiares y amigos, cuyos orgullosos y a la vez sinceros testimonios acercan y hacen abrazar con mayor calidez, en una mezcla entre admiración y envidia sana, la peculiar filosofía de vida de este chaval. La película cuenta además con un material canjeable en oro fílmico: multitud de imágenes de la infancia de Albert que, por su contenido y factura, dan la impresión (infundada) de haber sido tomadas con la idea en mente de que algún día se usarían para ilustrar una obra biográfica como esta. “Es verdad, parece que todo apuntaba a que un día iba a hacerse esto”, concede el director. “Pero es que todo lo que nos ha pasado es como magia”.
Solo, con amigos, o, como en esta ocasión, con su chica, Albert lleva haciendo esto de ser ciudadano del mundo casi desde la infancia. De ahí, de todo lo visto, aprendido, probado y sentido, se entiende, sale esa voz chispeante que llega desde el otro lado del hilo telefónico, un borbotón de palabras de inusitada elocuencia para su edad, que restan importancia a todo lo vano, y la suman a todo lo humano. “El objetivo de la peli no es decirle a nadie qué tiene que hacer: la clave es que seas tú, sin las influencias externas que te dicen que solo hay un camino”, explica. “Si tras verla alguien se siente un poco más libre, entonces habrá servido de algo”. Para todo tiene respuesta. Todo está pensado ya. “Si todo el mundo se pusiera a viajar sin dinero no sería inviable, porque en vez de tomar un medio de transporte podrías ir caminando”, argumenta. “Lo que pasa es que la gente no desea esto, prefieren la estabilidad o la comodidad, pero para mi lo duro es viajar con dinero: saber qué te vas a encontrar o saber qué has tenido que hacer para conseguir el dinero te cierra las posibilidades”.
La fortuna de haber tenido una familia que le ha apoyado en todas sus empresas ha sido, como se pone de relevancia en la cinta, una de las claves de su deriva existencial, regida por un término que él mismo, como estudiante de filosofía que es, ha acuñado: el felicismo. “Significa deshacerse de creencias para elegir la opción que a mi me haría más feliz”, señala, a la vez que cuenta que compagina intermitentemente la universidad en Barcelona con sus viajes, que desde el rodaje del filme ya le han vuelto a llevar a Sudamérica y África. “El mérito lo tiene mi padre, por haberme educado para pensar por mi mismo: eso es lo excepcional”. Las penurias y los peligros, el cansancio y los problemas, que se agudizan según avanza el trayecto por el Mundo Pequeño, aunque no se detallarán aquí, se desdibujan hasta evaporarse cuando Albert y Anna alcanzan su destino: aquel faro perdido en Nueva Zelanda. Todo lo que queda entremedias es puro aprendizaje vital en la carretera. “Hay un individualismo muy propio de Occidente, pero las cosas en realidad no son así: la gente te ayuda por el hecho de poder ser útiles, y aunque tú no les pagues con dinero, sí que hay un intercambio, que puede ser de historias, de risas... y que al final es algo muy enriquecedor, porque en cierto modo lo que compartes es libertad”.
Babelia
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