‘Argo’: acción, sabiduría y sentimiento
Ben Affleck consigue la estatuilla con su tercer largometraje Quentin Tarantino pasará a la historia del cine como uno de los grandes rupturistas en la forma de contar las cosas
Tras constatar, así, a vuelapluma, que mientras en unos sitios una exasperante vocecilla gubernamental acusa sin pruebas demostradas a los actores de infidelidad patriótica por la vía fiscal, en otros la primera dama de la nación aparca sus cosas, se supone que abundantes y variadas, para abrir un sobre y leer el nombre de la película premiada, pasemos a las cosas serias. Argo lo es.
El tercer largometraje dirigido por el actor y guionista Ben Affleck tras Adiós, pequeña, adiós y Ciudad de ladrones es un thriller político en el que se cruzan la maestría técnica en el rodaje (las secuencias del asalto a la embajada de EE UU por parte de simpatizantes de Jomeini son abrumadoras) con la sabiduría marca de la casa a la hora de plasmar en el guion la esencia de la historia: agarrar lo importante –el inminente futuro aterrador de los protagonistas- y no soltarlo, como perro de presa, como hacen los buenos contadores de historias. Alrededor se ramifican las subhistorias, en este caso fascinantes desde el punto de vista de su dimensión política: la posición internacional del gobierno de los Estados Unidos en la toma de rehenes de 1979 en Teherán y el propio eco del suceso dentro del Imperio.
La vertiente específicamente dramática de Argo es poderosa, frontal, sin florituras. Al eterno axioma la realidad supera a la ficción –contar con un hecho verdadero como base de la historia- habría que añadir “sí, pero hay que saber moldear la realidad para tener una buena ficción”. Y el chico listo de Berkeley, que ya ganó un Oscar al Mejor guion original en 1998 por El indomable Will Hunting (junto a su amigo Matt Damon) lo ha sabido hacer de nuevo. El mencionado asalto a la embajada, pero también la escena sudorosa y aterradora del zoco de Teherán, con la sensación de que la tragedia puede estallar a la vuelta de la esquina, son buenos ejemplos de ello. Pero lo mejor de esta historia que transcurre en su mayor parte en Irán es… lo que no transcurre en Irán. Contar con actores como Alan Arkin y John Goodman permitió a Ben Affleck narrar con pulso tragicómico esos preparativos americanos del supuesto rodaje de la película inventada. El propio Affleck y su responsable de casting lo debieron de tener claro: Arkin/Goodman conforman un tándem colosal de fuerza dramática y vis cómica a partes iguales: dos viejos zorros de la industria de Hollywood buscándose las lentejas para organizar lo imposible: hacer como que haces cine para, en realidad, sacar del Irán de Jomeini a unos rehenes. Americanos, para más inri. Impagable.
Que una película lleve dentro escenas de acción es algo que ya directamente pone de los nervios a muchos taxidermistas sesudos del cine. Eso sí: habrá que darles un poco la razón esta vez: la escenita final de Argo —que evidentemente no se contará aquí— se la podía haber ahorrado el equipo de guionistas. Un mal menor en esta gran película que, a codazos, ha logrado imponerse a las muy solventes (y muy pero que muy oscarizables) Lincoln de Spielberg y La noche más oscura de Kathryn Bigelow. Cualquiera de las dos hubiera sido un merecido Oscar a la mejor película, pero los designios de cómo se concede el Oscar supremo son, siguen siendo inescrutables, y no siempre tienen que ver con el estricto criterio cinematográfico, y sí con la habilidad o no de saber poner en marcha tremebundas campañas donde todo vale. Hace unos meses, estas dos películas Lincoln tenían toda la pinta de llevarse el gran premio. Pero algún pequeño error de carácter histórico en el caso de Lincoln y la alergia de amplios sectores políticos de EE UU a que una película muestre explícitamente las torturas practicadas por los servicios secretos de un país, en el caso de La noche más oscura, hicieron corregir el tiro. Pero la designación de Argo como mejor película de 2012 no admite, para mí, grandes pegas.
¿Y qué decir de Django desencadenado? Pues que, para quien esto escribe, su gran hacedor, Quentin Tarantino, demuestra una vez más que pasará a la historia del cine como uno de los grandes rupturistas en la forma de contar las cosas, tanto en el fondo (huida perenne de las evidencias) como en la forma (una puesta en escena que mama directamente de los grandes clásicos del cine de acción). No ganará nunca el Oscar gordo, al menos así, al menos haciendo películas magistrales como este Django, que nos abre, plano a plano, el camino a la magia de un cine nuevo, de lo raro con conocimiento de causa y justificación, de lo moderno en el mejor sentido del término. Como algunos momentos concretos de Malditos bastardos —el arranque con el nazi bebiendo el vaso de leche y descubriendo a los judíos ocultos bajo el suelo o la escena de la taberna, digna de ser estudiada en escuelas de cine— Django desencadenado ofrece un estilo, un aroma y una intencionalidad situadas lejos del tradicional dedo ungidor de la Academia de Hollywood.
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