La Lady Gaga de 1910
Siempre hay un precedente. El ídolo del rock se basaba en olvidados artistas negros. El himno de Dylan deriva de una canción ancestral. El show de Hendrix era habitual en el chitlin’ circuit. Tom Waits imita la voz lobuna de un bluesman corpulento.
Y está bien. Si estudias las zonas en sombra del pop, aprendes a relativizar el concepto de originalidad. Piensas más bien en una carrera de relevos, donde los participantes puede que ni adviertan que han recibido el testigo. Cuando Lady Gaga preparaba su asalto a nuestros sentidos, ni siquiera sabía de la existencia de Eva Tanguay.
Lógico: Eva desapareció de la historia del show business. Vino al mundo en 1878 y era una profesional a los diez años, típico en el negocio del vaudeville. No confundir con vodevil; el vaudeville yanqui era teatro de variedades, donde cabían cantantes, instrumentistas, bailarinas, magos, acróbatas, animales...
Antes de la implantación del cine, el vaudeville constituía el entretenimiento favorito de los estadounidenses. Unos 700.000 neoyorquinos pasaban cada semana por taquilla. Se cuenta en la reciente biografía de Eva Tanguay, Queen of vaudeville, de Andrew L. Erdman.
Tanguay se apuntó a la moda de las coon songs, donde artistas blancos se tiznaban la cara y parodiaban a los negros. Su tema My sambo exageraba la promiscuidad de los afroamericanos. Pronto, Eva tenía un rico repertorio de canciones libidinosas que provocaban aullidos en la platea e inquietud entre las autoridades. ¿Títulos? Ve tan lejos como te apetezca, Por eso me llaman Tabasco, Quiero que alguien haga el salvaje conmigo.
No tenía rival en su vestuario: vestidos hechos de coral, de billetes, de peniques de Lincoln. Este último consistía en sartas de moneditas, que se iba arrancando y tirando al público: “La primera stripper que pagaba a los espectadores, al revés de lo habitual”, se cuenta en el libro. Y el traje para su versión de Salomé, que ella describía sucintamente: “Dos perlas”.
Esas extravagancias indumentarias no son lo único que la conecta con Lady Gaga. La Tanguay asumía que no había publicidad mala. Si unos detectives la atrapaban en flagrante adulterio, ella se hacía la ofendida. Sufría secuestros que se resolvían misteriosamente. Cada poco, sus joyas eran robadas. Escenificó una falsa boda en la que ella y su novio estaban travestidos. Provocaba a los encargados de los teatros: odiaba las matinales.
Ya se imaginarán lo que viene a continuación. Grabó, pero lo hizo de mala manera. El cine mudo no transmitía su efervescencia, su picardía. En el crash del 29 perdió millones. Que entren ahora los violines, maestro: se quedó ciega; descubrió a Dios. Ahora, allegro: una colega, Sophie Tucker, pagó la operación que le permitió recuperar la vista.
La coda es muy Norma Desmond. Pero sin la mansión de Sunset Boulevard; Eva vivía en un modesto bungalow. No dejaba entrar a los periodistas: les hablaba desde una ventana. Vendió su autobiografía a los diarios de Hearst e intentó interesar a los estudios en un biopic. Que solo se hizo cinco años después de su muerte (el 11 de enero de 1947).
Tanguay falló como profeta: uno de sus temas era Me recordarán en cien años. Y no. Dejó pocos testimonios de su arte. No fue ni artista fonográfica ni actriz de cine, se contentó con ser una cómica. Sin embargo, personificó la mujer liberada, de lengua larga y energía implacable. Históricamente, cerró la era victoriana.
Lo intuyó uno de sus fans, el brujo Aleister Crowley. Detectó en ella la arrogancia de una nación joven, la energía de una fémina que sabía pulsar el deseo masculino. Escribiendo su loa, Crowley se excitó y compartió su receta para calmarse: “Voy por mi octava copa de absenta, casi he vaciado el frasco que contenía una onza de cocaína. Estoy usando esta combinación de drogas como sedante, no como estimulante”. Demasiado incluso para los fans —los little monsters— de Lady Gaga.
Babelia
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