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EL SILLÓN DE OREJAS

Monstruos acuáticos y otros engendros

La capital política del Estado (por ahora) es también, y sin disputa, la del libro RBA reedita cuatro clásicos de H. G. Wells para un mundo en el que ya todo es posible (y peor)

Manuel Rodríguez Rivero
Max

Buceo en las estadísticas de la Agencia española del ISBN y encuentro algunos datos que, a pesar de su valor sintomático, no han merecido comentario en las páginas culturales de los periódicos, interesadas especialmente en el descenso de la producción editorial (un 8%) o en el porcentaje que en ella ocupan los libros electrónicos (un 22%). Entre los que me han llamado la atención figuran los que confirman la creciente distancia entre las comunidades autónomas de Madrid y Cataluña como tradicionales centros de la edición española: en 2011 Madrid producía el 34,69 % del total de títulos y Cataluña el 28,42%; en 2012 los porcentajes respectivos son del 41,40% y el 24,63%, lo que indica que la capital política del Estado (por ahora) es también, y sin disputa, la del libro. El número de títulos en catalán también desciende: quizás porque ahora los editores se lo piensan más a la hora de publicar libros de los que existe versión en la lengua mayoritaria, y tal vez porque se hayan recortado los “incentivos" administrativos. De hecho, y a pesar de lo que se ha escrito, la producción en las lenguas co-oficiales descendió en 2012 al ritmo de la producción general. También lo hicieron las traducciones de lenguas extranjeras, aunque el inglés siga manteniendo ese apabullante 52% sobre el total, una cifra que denota no sólo la impronta de la anglosfera en nuestro mercado, sino también la culposa pereza de nuestros editores para buscar y publicar libros (y especialmente novelas) que se salgan del mainstream imperial culturalmente hegemónico. En todo caso, las editoriales que más títulos publican no son, como pudiera pensarse, las de los grandes grupos cuyos productos copan las mesas de novedades de las librerías, sino —¡sorpresa, sorpresa!— aquellas que se dedican a aliviar el pozo sin fondo de la vanidad humana, proporcionando plataformas de auto-publicación en las que todo dios (y hasta su primo) puede ver impreso (o en e-book) la purga literaria de su corazón. Para que se hagan una idea, entre las primeras 10 editoriales por número de títulos publicados en 2012, tres (Bubok, Círculo Rojo y Edita) se dedican primordialmente a esa actividad. Consultando la lista no he podido evitar que me viniera a la memoria aquella reflexión que Alasdair Gray coloca en su retórica introducción a ¡Pobres criaturas! (1992; Anagrama), una de las pocas obras maestras de la epidemia de postmodernismo narrativo finisecular: “los libros por los que el escritor paga al editor suelen ser más aburridos que aquellos por los que el editor paga al escritor”. Por lo demás, la primera editorial “normal” que aparece en ese escogido palmarés es Harlequín Ibérica, que se dedica a la novela romántica en todas sus manifestaciones (desde pasiones pasadas por agua a porno blando en el medievo); Planeta, el primer grupo editorial del mundo hispánico, no aparece hasta el puesto 10.

Debates

John Maynard Keynes afirmaba que la edición era un negocio de azar que se mantenía vivo gracias a esporádicos golpes de suerte

En 1927 la BBC invitó a Virginia Woolf y a su editor (y, sin embargo, marido) Leonard Woolf a que mantuvieran ante los micrófonos un pequeño debate en torno a si se escribían y publicaban demasiados libros, algo que no nos resulta nada original. El pretexto para la invitación fue la serie de artículos que Leonard Woolf había publicado en las revistas The Nation y The Athenaeum acerca de algunos asuntos que también nos resultan familiares: los costes crecientes, las ventas menguantes y los demasiados libros. En la discusión, en la que se trataron cuestiones como el impacto de los best-sellers sobre los hábitos de lectura y el futuro de los libros como objeto (¿les suena?), Leonard adoptaba el punto de vista conservador y elegíaco en torno a la primacía de los libros “hechos a mano”, al tiempo que criticaba las ediciones populares, mientras Virginia se inclinaba por los libros baratos “que podemos tirar si no nos gustan”, argumentando que resultaba “absurdo imprimir cada libro como si fuera a durar cien años” y que, por el contrario, habría que reservar los libros encuadernados e impresos en buen papel sólo para los que merecieran el honor de una segunda edición. Al debate contribuyó más tarde John Maynard Keynes con un artículo al que tituló ¿Son caros los libros? y en el que afirmaba que la edición era un negocio de azar que se mantenía vivo gracias a esporádicos golpes de suerte (windfalls). En todo caso, JMK sostenía que los libros no eran caros, insistiendo en que no había motivo para bajar los precios, al menos “hasta que aumente considerablemente el potencial del público comprador”, al tiempo que eximía a los editores de toda culpa y reprochaba a la gente “su incorrecta actitud (...) y su apreciación mezquina y desconfiada de las dificultades que afronta la edición de libros, el más noble de los productos humanos”. Pero lo más llamativo del artículo, repleto de consideraciones de índole económica, era el reproche en forma de pregunta dirigido al público: “¿Cuántas personas gastan en lectura el 1% de sus rentas?”, al tiempo que abogaba por la creación de un ejército de “ratas de biblioteca” dispuestas a adquirir, al menos, un libro cada semana. Lo que me resulta difícil de entender, después de releer el artículo, es por qué los editores siguen teniendo como su santo patrón a San Juan Bosco (1815-1888), un tipo con bastante menos glamour que la lumbrera económica de Bloomsbury.

Planeta, el primer grupo editorial del mundo hispánico, no aparece hasta el puesto 10

Salmonstein

Me imagino la cara que pondría (y el paroxismo de imprecaciones que lanzaría) el capitán Archibald Haddock, uno de mis personajes de cómic favoritos, si hubiera leído, como yo, la última alerta de Avaaz, la más influyente red activista on line del planeta. Ahora resulta que, si nadie lo impide, la compañía de biotecnología AquaBounty (tal vez avatar de la Spectra del doctor No) tiene intención de hacer el negocio del siglo lanzando al mercado un salmón atlántico transgénico, una especie de monstruo de Frankenstein de la ictiología cuyo ADN se ha modificado para que crezca mucho más rápido que los normales y resulte más barato de criar, pero del que se ignoran las consecuencias que su eventual proliferación podría causar en nuestra salud y en el ecosistema acuático. El salmón mutante (¡qué asco!) no se diferenciaría en las pescaderías de los genuinos y, para colmo, su aceptación podría abrir la puerta a otros monstruos marinos, terrestres o aéreos comercializables como “alimento” barato, de modo que invito a todos mis improbables lectores a desarrollar su faceta clickactivista y enviar a Avaaz su firma solidaria. La verdad es que, en comparación con el (anunciado) engendro, el de Mary Shelley se me antoja una mascota para niños. Como también resulta ingenua e infantil, ante el nuevo leviatán de laboratorio con que nos amenazan, la imaginación anticipativa de H.G. Wells, cuyas grandes novelas ha reeditado RBA en un estupendo “ómnibus” que reúne nada menos que La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898). Cuatro clásicos de la ciencia ficción para un mundo en el que ya todo es posible (y peor).

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