Memoria de un cazador de imágenes
Su última entrevista a 'El País Semanal' fue publicada el pasado 11 de noviembre En su archivo fotografico más de 15.000 negativos. Entre ellos, instantáneas de la revolución cubana
Con una pesada bolsa llena de cámaras y rollos fotográficos, Enrique Meneses cruza a paso lento el bulevar de Mese Selimovica, mejor conocido como avenida de los Francotiradores, en el centro de Sarajevo. Es julio de 1993 y desde la azotea de los altos edificios de ventanas rotas, con amplio rango de disparo, los serbios descargan sus armas contra todo aquel que ande por los alrededores. Por eso sus colegas lo apresuran:
–¡Corre, que te van a dar!
Pero Meneses no puede. Sus pulmones le exigen moderación. Así que ahí va, con su casco y su chaleco antibalas, serpenteando como puede coches y autobuses quemados, contenedores de mercancía y bloques de cemento para llegar al otro extremo. Y cuando llega, suma el clic de su cámara a los sonidos de las balas. Luego recorre otras calles en busca de más imágenes e historias.
Vuelve al Holiday Inn cuando la noche está a punto de caer. Tiene una habitación en la sexta planta –la 605–, pero en la mayor parte del hotel no hay electricidad, los ascensores no funcionan y subir las escaleras lo agota demasiado. Sin embargo, ha de hacerlo. No tiene otra opción. Solo hay luz en el cuarto de baño. También hay una vieja radio. La enciende y, de inmediato, identifica la voz del intérprete de una canción:
–Aquí, además de la guerra, tienen a Julio Iglesias cantando en inglés. ¡Es para cagarse!
Es el segundo año de la guerra de Bosnia, pleno cerco salvaje, y Enrique Meneses le ha mentido a su esposa –“para que no se preocupara”– diciéndole que se iba a un safari a Kenia, pero ha viajado hasta aquí, con una acreditación de la revista Tiempo, a bordo de un avión militar de la ONU, para toparse con un infierno que no le es tan ajeno porque ha visto varias acciones militares en otras épocas, y ante este escenario se ha sincerado consigo mismo:
–Soy de los más veteranos y me siento un poco ya fuera de la “nueva tribu”.
Tiene 64 años, un enfisema pulmonar y una trayectoria profesional que lo ha llevado a recorrer buena parte del mundo para presenciar varios de los acontecimientos más emblemáticos del siglo XX. De manera que esta, la Sarajevo sitiada, será su última aventura periodística.
Ochenta y tres años, arrugas insolentes cinceladas a base de vivencias, boca fina incapaz de contener historias, ojos claros siempre alerta detrás de unos delicados cristales, frente amplia, cejas y pelo renuentes al color blanco, nariz conectada a una botella de oxígeno: este rostro orgulloso, ahora maduro y enflaquecido por la enfermedad, ha sido uno de los protagonistas del periodismo español contemporáneo.
Esta tarde, Meneses tiene el gesto muy digno, el pelo bien peinado y los pies muy hinchados, vendados y estirados sobre una pequeña silla roja. No obstante, está cómodo, presidiendo el salón de su casa, sentado en un sillón color marrón, no muy lejos de su negra silla de ruedas. Frente a él tiene, encendido, su ordenador portátil –“mi ventana al mundo”– y a su costado izquierdo hay una estoica bandeja con un plato de cristal, media barra de pan y un vaso con agua.
Hace una semana salió del hospital:
–La enfermedad es, para mí, una cosa natural. Es un obstáculo. Pero es también la oportunidad de vencer ese obstáculo. Yo he vencido ya dos cánceres. Y si viene un tercero, pues aquí lo espero. El primero fue un cáncer de colon, y el segundo, de pulmón. Pero, oye: tengo 83 años. Es decir, no soy tan egoísta como para querer vivir hasta los 95. No. Me parece excesivo. Si vivo hasta los 95, pues… ¡aleluya! Pero si no, me parecería absolutamente normal. Somos 7.000 millones en este planeta y si no vamos dejando sitio, pues… Además, después de todo lo que he hecho en la vida, ¿qué más puedo hacer?
Era la tarde del 28 de agosto de 1947 y en la plaza de toros de Linares, provincia de Jaén, el toro Islero estremecía a toda España dándole una cornada a Manolete. Enrique Meneses estaba en Madrid escuchando por la radio todo el alboroto y enseguida vislumbró la oportunidad de vivir su primera aventura periodística. Salió a la calle y paró un taxi. Le cobraron 450 pesetas por llevarlo.
Ya era de noche cuando logró hablar con el doctor Jiménez Guinea, “el especialista en cornadas”. Prestó atención al revuelo en el hospital y en la calle, recogió algunos testimonios, Manolete murió y en la madrugada el reportero volvió a Madrid. Hizo su texto y lo vendió a la agencia Prensa Mundial por 150 pesetas. Se publicó en España “y en dos o tres periódicos de América Latina”, y con eso se sintió como un pavo real: “¡Ya era periodista!”. Le faltaban tres meses para cumplir 18 años.
“He querido estar donde se hacía la historia para sentirla en mis carnes”
Enrique Meneses Miniaty creció entre hechos históricos, amistades familiares de renombre y, sobre todo, observando una profesión que terminaría por absorberlo. Sus padres eran periodistas, pero se empeñaban en que su hijo fuera diplomático. “Pero yo no podía serlo. Porque digo las cosas a la cara y eso no lo puede hacer un diplomático”, afirma ahora.
Había nacido el 21 de octubre de 1929, cuando del otro lado del mundo la Bolsa de Nueva York se desplomaba. La Guerra Civil española lo sorprendió en Biarritz (Francia) cuando estaba de vacaciones junto a su familia. Entonces, con su pasado republicano a cuestas, todos se fueron a París, donde, un poco más tarde, vivirían la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Luego se fueron a Portugal y, cuando él ya era un adolescente, volvieron a España.
“Era un país sórdido, con un periodismo ramplón y provinciano, en el que solo se hablaba de tres cosas: fútbol, toros y radionovelas. Quizá por eso fui por la historia de Manolete”. Quizá por eso también decidió irse. En 1954, después de dos años en la versión española del Selecciones Reader’s Digest, se fue a Marsella y ahí compró un billete de barco –solo de ida– para Alejandría. Conoció Egipto gracias al dinero que ganaba dando clases de francés y español y doblando documentales turísticos, hasta que un día decidió emprender una expedición por toda África –“de El Cairo al Cabo”– y así recorrió 27.000 kilómetros en cuatro meses haciendo clics y más clics con su cámara. Al volver a El Cairo cubrió la guerra del canal de Suez y comenzó a colaborar con la prestigiosa Paris-Match.
Cuando regresó a Madrid en 1957 se enteró de que querían casar “por la fuerza” a una de sus primas con “un señor muy importante”. La chica se había ido a Costa Rica y Meneses se propuso “desbaratar esa boda arreglada”. Pensó que llegar a por ella “así no más” sería una locura. ¿Qué tal si hacía una escala en La Habana? Les avisó a los de Paris-Match y de inmediato obtuvo respuesta:
–Muy bien. Dicen que unos barbudos están preparando una revolucioncita. Quizá puedas obtener fotos divertidas.
Sierra Maestra es la mayor cordillera de Cuba, en la zona suroriental de la isla, y el sitio donde terminó de prepararse la revuelta armada que derrocaría la dictadura de Fulgencio Batista. En 1957 esto todavía estaba en duda, pero algunos periodistas internacionales querían averiguar cuáles eran los planes de aquellos “barbudos”.
Meneses supo que ya no tenía sentido ir a San José de Costa Rica, pues su prima se había resignado a casarse con quien le ordenaran, así que buscó la manera de llegar hasta “los rebeldes”. Sabía que sus colegas intentaban hacerlo mediante el vuelo directo Habana-Santiago, pero ninguno lo había conseguido. Así que él tuvo que idear una estrategia: con la ayuda de unos “contactos” y la complicidad de “Deborah” (Vilma Espín, más tarde esposa de Raúl Castro), enviaría su equipo fotográfico en una caja de whisky y él se subiría al avión “cañero” (que se detenía en las ciudades donde había ingenios de azúcar) como si fuera “un gallego más” entre los miles que había en la isla. Y lo logró.
El reportero se adentró hasta lo más profundo de la sierra y, cuando reponía fuerzas recargado en el muro de madera de una maltrecha cabaña, escuchó una voz:
–¿Enrique Meneses?
Abrió los ojos, levantó el rostro y vio un hombre alto que le tendía la mano:
–Me llamo Fidel Castro.
Conoció a otros miembros de la “Comandancia” como Raúl Castro, Ramiro Valdés y Ernesto Che Guevara, a un centenar más de guerrilleros, y durante un mes (diciembre de 1957-enero de 1958) obtuvo el material periodístico que dio la vuelta al mundo y que hoy posee un enorme valor histórico. Porque Enrique Meneses fue el primer periodista –el primero– en convivir con los protagonistas de la revolución cubana.
Desde entonces, esa experiencia sería el “pasaporte” que le abriría las puertas para realizar otros trabajos de gran envergadura. Estuvo dos años como enviado especial en Oriente Próximo cubriendo conflictos armados, obteniendo entrevistas exclusivas con los gobernantes.
Dejó de colaborar con Paris-Match y fundó su propia agencia de fotos. Pero, ante los desacuerdos con varias publicaciones, prefirió seguir como freelance. Retrató a don Juan Carlos y a doña Sofía y su familia, y después, la boda real. Se fue a vivir a Nueva York y se topó con los principales exponentes de la efervescencia cultural sesentera: Salvador Dalí, Picasso, Alfred Hitchcock, Muhammad Ali, João Gilberto, Anna Huntington… Fue a Washington a la histórica marcha contra la discriminación racial, aquella en la que Martin Luther King pronunció su célebre discurso He tenido un sueño; después asistió al entierro del asesinado J. F. Kennedy… Volvió a España y echó a andar revistas (Cosmópolis, Lumefa, Lui, Playboy, Los Aventureros). Hizo programas de radio y televisión (Los Reporteros, Los Aventureros RNE, Robinson en África). Escribió libros (Fidel Castro, El último faraón, África de Cairo a Cabo, La bruja desnuda…).
“He querido estar donde se hacía la historia para sentirla en mis carnes. Son miles y miles de rostros que conservo en mi memoria, como sombras de un devenir lleno de alegrías y penas, payasadas y sufrimientos, mezquindades y heroísmo. No me arrepiento de nada de lo que hice, pero sí de lo que pude hacer y no hice”, escribió en Hasta aquí hemos llegado, sus memorias publicadas en 2006.
Como un amante, desde el principio Enrique Meneses se encariñó con su cámara. La llevaba a todas partes y, mirando de frente y con asombro, se esforzaba por dar al mundo imágenes tangenciales. No tanto para aturdirlo, sino para iluminarlo. Lo hacía, dice, “al estilo Paris-Match: apertura 2,8 y 1/30 de segundo o más de exposición. Sin utilizar el flas, porque desvirtúa el ambiente. Pero he de reconocer que aprendí a fotografiar copiando lo que hacían los demás. En Oriente Próximo tenía al lado a los de la revista Life, a los de Paris-Match. Eran las dos grandes revistas del fotoperiodismo. Hoy, por desgracia, Paris-Match es un juguete roto, un Hola cualquiera. Y Life dejó de hacerse en papel. Veía qué objetivos utilizaban ellos y así aprendía. Comprobé lo que decía Capa: ‘Si una fotografía no es buena es porque no te has acercado lo suficiente’. A mí me gusta usar la máquina de fotos para contar una historia, de la misma manera que podría escribirla”.
Meneses quiso ser freelance porque veía que sus compañeros adscritos a las redacciones tenían una vida “como de funcionario. Y yo no quise hacer eso”. Él quería aventuras. “No puedo disociar la aventura del periodismo. Pero no solamente la aventura geográfica o etnográfica. Estoy hablando también de los que hicieron el Watergate. Son señores que se han jugado la vida al meterse con el presidente de Estados Unidos. La aventura es ir en busca de un obstáculo para tener el placer de vencerlo. Y, para mí, eso es el periodismo. Porque el periodismo sin obstáculo, pues… tú me dirás. La aventura forma el carácter, descubre verdades incontestables, elimina creencias erróneas y afianza certezas”.
Meneses goza del respeto y admiración de varios de sus colegas. Jon Lee Anderson, uno de los principales reporteros de The New Yorker, lo conoció hace unos ocho años y cuenta que de inmediato congenió con él: “Por nuestro espíritu de aventura y el gusto por vivir la vida. Es todo un ejemplo para las nuevas generaciones de periodistas. Él no se quedó en su país quejándose de la falta de oportunidades ni esperando subvenciones del Gobierno de turno. Se forjó solo, con agallas, instinto y trabajo duro. En ese sentido, es un periodista clásico, de los que siempre he admirado”.
Gervasio Sánchez, reportero gráfico en varios conflictos bélicos, lo vio por primera vez en Sarajevo. “Se me hizo un poco raro porque no es común ver a periodistas mayores en las guerras. Me impresionó su entereza intelectual y su capacidad para ser freelance. Sus reportajes en Paris-Match sobre aquellos ‘revolucionarios barbudos’ son parte de la historia del periodismo. Parece que hablamos de prehistoria y, sin embargo, ¡qué reportajes más modernos y frescos que derriban la falacia actual de que la inmediatez es más importante que la reflexión!”.
Rosa María Calaf, corresponsal de TVE en siete países durante 16 años, añade: “Enrique significa pensamiento crítico, estilo propio, fecundo trabajo, mirada profunda y traviesa sobre la vida. Albert Camus dijo una vez que el periodista de raza es el que sabe dónde colocarse para que, si se produce una noticia, le pille cerca. Y eso siempre lo ha hecho Enrique”.
Desde el piso 13º de una de las altas y grises torres de la Ciudad de los Periodistas, en el norte de Madrid, se alcanzan a ver las Cuatro Torres Business Area, un parque empresarial junto al paseo de la Castellana. Cuando Enrique Meneses llegó a vivir aquí, en 1973, no se imaginó que “un día a alguien se le ocurriera construir eso”.
En esta casa, el amor, la profesión, los viajes, las vivencias y los sentimientos cuelgan de las paredes. Cuando se atraviesa la puerta, lo primero que se ve es una foto en blanco y negro del Che. Unos pasos más adentro, sobre la chimenea, destaca un cuadro de marco dorado pintado por Juan Francisco Toro de Juanas. Es Bárbara Montgomery, la primera esposa de Meneses, que murió en 1977 después de luchar contra cuatro cánceres. Tiene el brazo izquierdo apoyado en un sofá, lo que le permite lucir una larga mano (“no he visto manos más bellas en mi vida”).
Enrique Meneses continúa hablando desde el sillón y su mirada sensible compite con su porte rudo. Si ha estallado en un diluvio de palabras es porque ahora, a sus 83 años, la memoria y la experiencia pesan demasiado. “Considero que todas las cosas que he hecho mal me han originado lo que he hecho bien. Es que soy muy tenaz: si persigo una idea, lo hago hasta el final, aunque me pueda morir en el camino. Cada vez que tengo un obstáculo, a mí me vienen como 10 soluciones. Y mi problema es elegir la mejor de ellas”.
Apilados sobre el suelo hay un montón de libros y revistas y periódicos amarillentos y CD y DVD, que hace poco ha apartado de su biblioteca para destinarlos a la fundación que llevará su nombre.
–Tengo 15.000 negativos de todo lo que he fotografiado. Si se los dejo a mis hijos, lo más probable es que metan esos negativos en armarios y les van a quitar la vida. Quiero que el dinero que se obtenga con ellos permita cuatro o cinco becas al año para financiar algún proyecto de fotorreportaje.
Cientos de libros conviven en una habitación cuadrada. En el centro hay un escritorio lleno de carpetas con diapositivas.
En un extremo del salón, una estantería alberga varios recuerdos de numerosos viajes. Hay máscaras, botellas, figurillas de animales, artesanías africanas. Y al fondo, sobre un piano cerrado, fotografías a color y en blanco y negro se pelean por el espacio.
Hace calor, un fuerte viento azota las ventanas y mueve los árboles como sueños locos. Un avión cruza el cielo. Son las siete de la tarde.
Babelia
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