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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Soñadores del Santo Grial

Diego A. Manrique

Llega la segunda entrega de The stuff that dreams are made of, esos apasionantes estuches del sello estadounidense Yazoo que reúnen algunas de las máximas rarezas discográficas de los años veinte. Distribuida, como la anterior, por Resistencia, contiene 46 canciones digitalizadas en un doble CD, enriquecidas por un librito fascinante.

El título tiene resonancias shakespearianas (La tempestad) pero, ya lo habrán adivinado, procede directamente de El halcón maltés, versión John Huston.El policía pregunta por la codiciada estatuilla y Humphey Bogart responde: “esto es, uh, el material del que están hecho los sueños”. Hasta Bob Dylan recicló la frase para una de las canciones.

Sin desmerecer los valores intrínsecos -poderosa música rural grabada en una toma- sospecho que la serie está pensada para honrar la mitología de los coleccionistas, en su faceta más aristocrática: los buscadores de las placas que giraban a 78 revoluciones por minuto.

Una actividad nacida fuera de la industria fonográfica. Según la narración del compilador, Richard Nevins, brotó a mediados de los años treinta, entre aficionados al jazz. Ellos mismos comenzaron a establecer discografías de sus artistas favoritos y alentaron un mercado inicialmente invisible. Entonces, conviene recordarlo, no existía el concepto de las reediciones, que despegaría con la llegada del microsurco. Para las disqueras y, seguramente, también para los artistas, las pizarras eran un producto de temporada con fecha de caducidad, un retrato de un momento pasado.

La idea de que esos lanzamientos constituían una obra creativa, digna de estudio y preservación, constituía un planteamiento revolucionario. Al principio, los discos resultaban fáciles de conseguir: dormitaban en grandes almacenes, tiendas de electrodomésticos y una gama muy variada de comercios. Hasta que esas fuentes de aprovisionamiento se agotaron; en los años cuarenta, surgió el canvassing.

Es decir, el puerta a puerta, una técnica derivada de las campañas políticas de la joven democracia estadounidense. Aquí surgen historias épicas, que se repiten en los textos de The stuff that dreams are made of. Había un arte, naturalmente. Peinar los barrios donde habitaba el público potencial de la música en cuestión, determinar qué vecinos estarían dispuestos a vender y convencer a los renuentes. El precio era el menor de los problemas: las placas no eran muy valoradas, especialmente tras la aparición de los microsurcos.

Los géneros ansiados fueron ampliándose, según se perdieron los pudores. Tras los locos del jazz, llegaron los fanáticos del blues. Luego, los amantes del hillbilly, el primitivo country. Más tarde, las grabaciones étnicas: las minorías que emigraban a Estados Unidos llevaban su música. En tiempos más recientes, se revalorizó el frívolo pop de la Prohibición (exacto, el que se escucha en Boardwalk empire). Y supongo, aunque Nevins no los menciona, que también hubo cazadores de música clásica y voces operísticas.

Cada secta tenía su Santo Grial. Para los adictos al blues, podían ser las placas del feroz Charley Patton. Encontraron copias en Clarksdale, localidad de Misisipí, donde Patton vivió, pero abundaban las sorpresas: discos pensados para el mercado del Sur Profundo aparecieron en ciudades del Norte, a veces en barrios alejados del ghetto afroamericano. En aquellos tiempos, la distribución de productos musicales no era precisamente una ciencia exacta.

Por las anécdotas aquí incluidas circulan algunos nombres ilustres...y excéntricos: John Fahey, guitarrista tan heterodoxo como prolífico, o Harry Smith, cuya Anthology of american folk music inflamó la imaginación de miles de músicos y cantautores.

Podría ser otra subcultura más -Nevins menciona a los coleccionistas de jabones de hotel o tréboles de cuatro hojas- pero los amantes de pizarras tendían al apostolado: se dedicaron a publicar sus hallazgos en elepés y, ya en los ochenta, en discos compactos. La historia de la música popular sería otra -y mucho más pobre- sin el activismo de estos entusiastas, que frecuentemente cruzaban la línea roja de la legalidad. En su momento, las enseñanzas del canvassing sirvieron también para localizar a añejos bluesmen -Son House, Skip James, Mississippi John Hurt, Robert Wilkins- que vivieron inesperadas prórrogas de sus carreras.

¿Y en España?, oigo preguntar. No tenía sentido hacer esas expediciones: las tiradas de los discos gramofónicos eran mínimas y sus compradores tendían a pertenecer a las clases medias o altas. Cuando uno se enteraba de la existencia de colecciones de pizarras, echaba las redes: inevitablemente, surgía la codicia, la conversación cambiaba de tono y te pedían cantidades desaforadas. En algún caso, he vuelto a preguntar años después. Con resultados desoladores: “¿Los discos del abuelo? Ah, los tiramos cuando hicimos obras en la casa.”

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