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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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El azar y la memoria

Artur Ramon es historiador del arte, anticuario y galerista. Pero yo diría, enseguida, que es, además, un buen periodista. Escribió 15 historias sobre pintura en La Vanguardia y hace unos días, la editorial Elba ha reunido estos textos mejorados y ampliados en un modesto libro. Su título es Nada es bello sin el azar.

Artur Ramon sería un colega profesional y un amigo pinti-parado si le conociera. No lo conozco aún y si fui a buscar el libro en la librería Lé fue primordialmente por la palabra “azar”. El azar que condimenta sus episodios y, sobre todo, porque, en mi opinión, ciertamente, tan solo el azar es capaz de conseguir la obra maestra final.

¿Maestra una obra? Una obra maestra posee la exclusiva peculiaridad de que no enseña nada. Ante las “obras maestras” la mirada se complace y los sentidos se avivan pero ¿qué hacer un minuto después? No hay nada que hacer porque el bendito azar de aquello disuade la tarea de la posible imitación. Ninguna obra de importancia histórica se apoya en la importancia circunstancial de su autor. Más aun: el autor no vale nada si no posee el arbitrario patrocinio del azar. Unos son afortunados y otros no. O bien, el azar, que siempre acude como un polvo de luz en los momentos de pintar o escribir, solo posa sus partículas si el pintor o el escritor son perspicaces.

No hay cuadro deslumbrante que no parta de una primera y obligada oscuridad. Como en la novela o en la arquitectura, hay que desconfiar de aquellos profesionales que, de antemano, lo tienen anotado todo. Las muchas notas que preceden a un libro o los innumerables bocetos que presagian un cuadro son valiosos en cuanto no se tienen demasiado en cuenta.

Las genuinas notas de una buena partitura o las pinceladas excelentes de un lienzo deben nacer de pronto y al hilo del azar que se devana al compás de la línea sentimental sobrevenida.

Ningún cuadro, incluidos los deudores de una escuela, será “bello”, como dice Artur Ramon, sin el aura de lo azaroso. No dice exactamente esto Artur Ramon, pero apuesto a que por su experiencia lo piensa. No hay obra de arte sin inspiración y la inspiración, fisiológicamente hablando, introduce en el cuerpo artístico toda clase de bacterias. Solo los tontos —o muy tontos— disfrutan plasmando en el libro o en el cuadro lo que ya tienen previamente enumerado en su cabeza.

Propio de narradores vulgares es el decir que a su novela, por ejemplo, solo le falta la escritura puesto que su contenido entero se encuentra almacenado en la cabeza cuadrangular del autor.

Cabezas de cordero. Cabezas como calabazas que ignoran el variable olor de la papaya y la veleidosa personalidad vegetal de la escritura. Quien no tenga la costumbre de crear sin abundantes trazos y bocetos deja de ser un genio. Desde Pinito del Oro a Juan Carlos Onetti, el salto es absoluto porque no hay cables ni tampoco redes. Las redes y cables seguros aburren la narración así como las notas fielmente respetadas en la música impiden el coito inaugural o bailable entre la obra y el autor. Ninguna familiaridad con aquello que se va a escribir o pintar estimula el excitante pecado de la creación.

Dios mismo, si es un ser creativo, lo debe a su azar. No hay plan divino trazado de antemano. Dios actúa a su antojo y resulta especialmente adorado por efecto de su imprevisible error. ¿O qué otra cosas sino el azar y el yerro constituye su indiscutida majestad?

El asesinato, la felicidad, la muerte son productivas, dentro del marketing gracias a su comportamiento estocástico. El azar nos mata o nos redime. La mano del azar, abierta como una cepa, proporciona el alcohol que embriaga al artista y al alma del receptor.

No dice lo mismo que yo digo Artur Ramon puesto que es un hijo de la Universidad pero ¿quién duda de que con este libro de la editorial Elba él va de la Ceca a la Meca despejando, en el museo o ante un determinado cuadro, la mirada del turista ocasional, su ojo bobo o especular?

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