Contra el anónimo
He visto como a una escritora le deseaban un cáncer y a un periodista le amenazaban de muerte
La semana pasada, Elvira Lindo manifestaba su escandalizada tristeza por los mensajes sobre el asunto Strauss Khan aparecidos en el digital. Realmente ponían los pelos de punta: un revoltijo de racismo, misoginia y machismo feroz, que llegaba hasta la apología de la violación, en un lenguaje grosero y violento. Elvira Lindo tiene toda la razón y aún se queda corta. Yo he llegado a ver esvásticas en una sección de “comentarios”. He visto cómo a un periodista le amenazaban de muerte y a una escritora le deseaban un cáncer por haber manifestado opiniones sensatas y educadas pero que algunos consideraron merecedoras de tales ferocidades, simplemente porque no estaban de acuerdo con ellas. He leído descalificaciones absolutas y calumnias delirantes, sin la menor base, lanzadas por el puro placer de hacerlas circular. Porque sí, porque se ha abierto la veda, porque todo vale y todo se puede.
Estamos ante un serio problema cultural y ético. En el mundo digital está creciendo una espiral de intervenciones hijas de la crispación y la malevolencia, o, lo que aún sería más inquietante, concebidas para pasar el rato, para echar leña al fuego porque sí. “No es que piense lo que he dicho: insulto para ver qué pasa y para echarnos unas risas”, leí el otro día, y me vino a la cabeza aquella tremenda y españolísima coplilla que se cantaba en Madrid poco antes de estallar la guerra: “Te ofendo porque te ofendo / y ahora te voy a matar/ pa' que vayas aprendiendo”.
Podemos consolarnos pensando que no se trata de un vicio local, nacido de nuestro eterno encabritamiento. Recuerdo la noche, hará cuatro años, cuando leí en Los Angeles Times la noticia del suicidio de David Foster Wallace. Bajé, creo que por primera vez, hasta el final del artículo para ver las opiniones y me quedé petrificado: el cuerpo aún estaba caliente, por así decirlo, y un nutrido grupo de lectores celebraban el suicidio, como si lo que les molestara fuese la mera existencia del escritor, e incluso lamentaban que no se hubiera producido mucho antes. Había una pasmosa delectación en aquellos mensajes. ¡Al fin podían decir lo que pensaban de él! ¡Y sin dejar huellas! Aquella noche pensé que algo muy malo acababa de suceder en el mundo de la prensa digital.
Ahora ya no hace falta esperar a que alguien se muera para ponerle verde. En muchos medios, las tribunas abiertas al lector, que nacieron como un foro de debate y participación, están a un paso de convertirse en el rincón del mal rollo y el desaguadero de los residuos tóxicos. Por supuesto que hay voces decentes, sensatas y útiles, que discrepan o puntualizan con elegancia y bonhomía, pero desgraciadamente no son las que más abundan. Triunfa la negatividad instantánea y erizada, y avanza a zancadas un irritadísimo neopopulismo que acusa de elitismo o pedantería a quien se empeña en esquivar la tentación de escribir a gritos: son muy de estos tiempos y estos foros expresiones denigratorias como “culturetas” (horrible palabro) o “gafapasta”, utilizadas para señalar con el dedo, como si se entregaran a actividades vergonzosas, a cualquier apasionado por las artes.
Podría pensarse que tantos exabruptos y tanta mala baba obedecen a la frustración y amargura del momento que vivimos, y desde luego mucho hay de eso, pero creo que, en gran medida, sus detonantes son el gusto por la barbaridad, la facilidad de la máscara y la impunidad del anonimato. Hay una notable diferencia con Facebook, donde predomina una cierta idea de comunidad; donde se debate, generalmente, desde el buen sentido, y, lo más importante, cada quién firma con su nombre.
Nosotros, los que hacemos los periódicos, damos la cara cada día, nos responsabilizamos de nuestras informaciones y nuestras opiniones, de nuestros aciertos y nuestros errores de la misma manera desde que nuestro oficio se inventó: firmando. Quizás pedir moderación y buen tono sea pecar de ingenuo, y comprendo que es tarea imposible controlar, uno a uno, tantísimos mensajes. Por eso, para que la marea venenosa no nos ahogue y los diarios no den tribuna a quienes no la respetan, quizás el muro de contención más justo, sencillo y eficaz sería que cada comunicante tuviera también que identificarse, firmando con su nombre real. Me parece que los que sienten y escriben de buena fe y por derecho no tendrían problema alguno, y los embozados dañinos se lo pensarían dos veces a la hora de soltar lo primero que se les pase por la cabeza.
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