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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Un país extranjero

Diego A. Manrique

“El pasado es un país extranjero; allí hacen las cosas de forma diferente”. Es el inicio de The go-between, la novela de L. P. Hartley, aquí más conocida por la versión cinematográfica de Joseph Losey, El mensajero. La frase resucita al indagar sobre las giras de artistas de jazz, montadas por el Departamento de Estado en los sesenta.

Asombra saber que, hace cincuenta años, la orquesta de Duke Ellington recorría Oriente representando al gobierno de EE UU. Durante tres meses de 1963, aquella engrasada big band ofreció conciertos y conferencias ilustradas en India, Pakistán, Sri Lanka, Irán, Irak, Afganistán, Siria, Jordania, Líbano. El listado produce vértigo: es obvio que ningún artista occidental podría realizar ahora mismo ese periplo.

No proliferaba el fundamentalismo fanático, capaz de secuestrar ¡o asesinar! a cualquier infiel que se pusiera a tiro. El enfrentamiento se limitaba a las ideologías —comunismo o capitalismo— y no entraba en religiones o estilos de vida. Todos aquellos regímenes, relativamente recientes, alardeaban de laicismo.

Lo que no significa que el viaje de Ellington y compañía estuviera exento de peligros. En Bagdad, coincidieron con el golpe de estado del coronel Arif, que desplazó al partido baazista, con Sadam Husein entre los perdedores. Los aviones bombardearon el palacio presidencial y las escaramuzas llegaron a las calles; con todo, el concierto se celebró y fue transmitido por la televisión gubernamental.

Ignorando el toque de queda, algunos instrumentistas se escaparon a un supuesto nightclub bagdadí. Según su descripción, se encontraron con “dos hombres y veinte mujeres, todos temblando, mientras en el exterior vigilaban tipos con metralletas”. Parece evidente que aquellos jazzmen estaban hechos de una pasta diferente a la de los músicos del tiempo presente.

Asombrosamente, durante la gira no se registraron incidentes dignos de mención. Cierto que hubo que despedir a Ray Nance, trompetista y violinista con historial de drogas: se mostró bronquista y rebelde. Se produjo una situación delicada con el aterrizaje en Nueva Delhi de una “amiga” del Duque, una dama de pasaporte argentino llamada Fernando de Castro Monte, conocida en Las Vegas como la Condesa. No se podía difundir que Ellington era un mujeriego; los cuidadores oficiales se esforzaron en evitar que fueran fotografiados juntos.

Según el Departamento de Estado, los músicos debían proyectar una imagen de “gente honesta, de buena voluntad, informal, laboriosa y casta”. Esa última exigencia revela el abismo de distancia entre los burócratas de Washington y la realidad de una banda en gira. Los jazzmen, forjados en los tiempos ásperos de la segregación y la prohibición, demostraron asombrosos recursos para conseguir compañía femenina y alcohol, incluso en ciudades islámicas.

Había, claro, un plan maestro detrás de aquella gira. Se desarrollaba el argumento de que el jazz representaba el espíritu del american way of life; al celebrar los logros de Duke, también se pretendía diluir las noticias sobre los conflictos raciales en Estados Unidos.

Ellington coincidía por lo menos con el mensaje anticomunista y así se lo hizo saber a periodistas incordiantes en las inevitables ruedas de prensa. Para él, las libertades eran indivisibles: libertad de expresión, libertad sexual, libertad de culto, libertad empresarial; rechazaba explícitamente el concepto del músico funcionario o subvencionado.

La gira abarcaba otros países pero se suspendió en Turquía, al saberse que el presidente Kennedy había sido asesinado en Dallas. Esa dramática conclusión no impidió que Ellington grabara en 1966 un elepé titulado The Far East suite, con formidables piezas que hacían referencia a algunos de los lugares que había visitado.

También el Departamento de Estado hizo las cuentas y le salió un balance positivo. Alguien sugerirá que Ellington era un peón más en el gran tablero de la Guerra Fría. Evidente. Pero había inteligencia en el hecho de exportar algo tan estadounidense como el jazz. Washington incluso ampliaría la propuesta: en los años setenta, patrocinó recorridos internacionales de un revolucionario del calibre de Ornette Coleman o de un eterno insumiso como Charles Mingus. Urge reconocer que era una táctica más sofisticada que la actual, que pasa por mandar los marines y los drones.

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