Rostros para la eternidad
Si buscáramos una figura griega que contrastar, por su intrigante atractivo, con el rostro de la bella reina egipcia, yo propondría la del famoso auriga de Delfos, el atleta broncíneo que, erguido y tenso como una columna dórica, tiende en su única mano las riendas rotas de una cuadriga desaparecida. Como la seductora Nefertiti, también tiene un rostro dotado de rara serenidad; como si supieran ambos que su retrato iba a fijarse para la eternidad. También esta estatua griega fue un estupendo hallazgo de arqueólogos modernos. Lo encontraron sepultado por las rocas y escombros del antiguo terremoto que sumergiera hace muchos siglos el gran santuario de Apolo. El joven auriga resurgió a la luz quince años antes que el busto de la esposa del gran faraón hereje de Tell-el-Amarna. ¡Curiosa coincidencia en su resurrección!
Pero, aunque parecen igual de jóvenes, y lo son ya para siempre, la bellísima egipcia era mucho más antigua —unos novecientos años— que el apuesto atleta anónimo. Quien, probablemente , no está retratado con sus rasgos propios , sino que el escultor lo representó en imagen idealizada. Era tan sólo el experto cochero que un magnánimo príncipe siciliano envió a competir con cuadriga de veloces potros en las renombradas fiestas griegas de Delfos o de Olimpia. Conocemos su nombre: Polizelo, hermano del tirano de Siracusa que fue patrón del poeta Píndaro. El cochero tiene solemne actitud de héroe pindárico y pitagórico. Es perfecto: “un teorema de bronce” , según un crítico.
El auriga es uno de los pocos bronces griegos que aún conserva sus pupilas, de pasta de vidrio y color miel oscura, pero sin expresión vivaz; guarda silencio y nos mira. Su estilo es aún algo arcaico. Pero la mirada de Nefertiti —la de su única pupila pintada, la derecha—, como las de tantas imágenes egipcias, apunta al infinito. Por eso inquieta. Su rostro, de grandes ojos y rojos labios sensuales, parece estar más allá de lo humano. Su vida, junto al revolucionario y místico Akenatón, debió de ser tempestuosa, por más que en algunos relieves veamos a la pareja faraónica, de aguzados perfiles, gozando en familia de las caricias de su dios único, el Sol. Ni las penas ni los años han dejado marcas en la piel tostada de Nefertiti. Las imágenes egipcias derrotan al tiempo efímero.
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