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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El infractor premiado

A nuestro José Manuel Caballero Bonald no le parecerá mal recibir una parte del premio, que tanto merece, en nombre de los ausentes

José-Carlos Mainer
José Manuel Caballero Bonald.
José Manuel Caballero Bonald.GORKA LEJARCEGI

El Premio Cervantes no ha frecuentado mucho las nóminas de la llamada 'generación de los 50', y no por su culpa indudablemente, sino por la reiterada inclemencia de las muertes prematuras. La leyenda ha sido más benévola con el grupo y lo cierto es que, si ahora hay un conjunto de escritores que ocupa el decanato de la admiración y la simpatía, es el que forman todos ellos, vivos y muertos: los afectos se dirigen por igual a la moralidad desenfadada y radical de Jaime Gil de Biedma, a la vitalidad heroica y burlona de Carlos Barral, a la tersa emoción de Francisco Brines, a la memoria en carne viva que ejerce Juan Marsé, al rigor intransigente y luciferino de José Ángel Valente, a la cordial empatía de Carmen Martín Gaite, a la negatividad razonadora de Rafael Sánchez Ferlosio, al humor complejo de Juan Benet, a los demonios con que pugna Juan Goytisolo y a los sueños que atesora Ana María Matute… Como sucedió en el caso de la invención de la “generación del 27”, el marbete ha acabado por hacerse emblema de un modo de vivir y, en ambos casos, una fotografía ha tenido más fuerza evocadora que todas las disquisiciones de los historiadores literarios: en el primero, fue la del homenaje a Góngora en el Ateneo sevillano, en diciembre de 1927; en el segundo, la de una visita a la tumba de Machado, en Colliure, el año de 1959.

De todos los citados, y alguno más que debería añadirse, solamente tres habían obtenido el Cervantes hasta ahora. A nuestro José Manuel Caballero Bonald no le parecerá mal recibir una parte del premio, que tanto merece, en nombre de los ausentes, sin duda porque también ostenta las mejores prendas de todos los personajes que se acaban de convocar: una memoria emocional filtrada de ironía, el empaque y la riqueza de una trabajada lengua literaria, la fidelidad al radicalismo político que, no obstante, puede reconciliarse con la proclamación urbi et orbi del hedonismo como razón de vida. Empezó como poeta y maduró pronto. En Memorias de poco tiempo (1954) la toma de posesión de sí mismo se reflejó en términos ya lapidarios: “Consisto en mi deseo”, “mi propia profecía es mi memoria”, o “somos el tiempo que nos queda”, título de un poema que, no por casualidad, estaba destinado a serlo también de su poesía completa en 2007. Las horas muertas (1959) significó para él lo mismo que Moralidades para Gil de Biedma, Metropolitano para Carlos Barral, Conjuros para Claudio Rodríguez o Sin esperanza, con convencimiento para Ángel González: una ratificación vocacional y un cambio de perspectiva, lograda en libros “enmarcarcados en un momento de crisis personal y de notables averías en las defensas del ciclotímico”, como escribió de sí mismo en sus memorias. Y en 1963, la inolvidable colección “Colliure” –hermandad de la poética insurrecta- le publicó Pliegos de cordel, donde confiesa que “supe / que de verdad habíamos perdido” una guerra civil, al comparar los dos recuerdos de la misma Rosa: la bulliciosa y joven criada del año 37 y la prostituta de un burdel de 1960.

Pero Caballero Bonald prefiere Descrédito del héroe (1977), un libro emparentado por las fechas, y por más cosas, con su novela Ágata ojo de gato (1974): en ambos estaba una “tendencia al empleo alucinatorio de la expresión” y la ”representación, a ritmo sincopado, de algunas insanas mitologías adheridas a la historia contemporánea”, según ha escrito. El paisaje de Ágata, inspirado en el coto de Doñana, coincidía llamativamente con el mundo claustrofóbico de Región, inventada por Juan Benet; la Tarquinia fúnebre y oscura de Antonio Colinas, o el bosque cruel e incestuoso de Furtivos, el filme de José Luis Borau: en los primeros años setenta, todos fueron espléndidas metáforas de la atmósfera mefítica del franquismo final… Algo hay de esto también en Descrédito del héroe, poemario de camas deshechas y contumacias en el pecado, alusiones a mundos exóticos y putrescentes, y a lecturas pecaminosas, enhebrado todo por una suerte de tristeza animal y corregido por la imaginación sarcástica.

Tras aquellos pasos, alternó poemas y novelas. De los primeros, Laberinto de fortuna (1984) ofrece una invención lingüística e imaginativa deslumbrante, digna de un barroco de su tierra andaluza; Diario de Argónida (1997) es más meditativo y penitencial, porque “los dioses son ya pocos y penúltimos” y porque cree que “también por omisión se escribe un libro”. De las novelas, En la casa del padre (1988) se asocia lejanamente con la primera que publicó, Dos días de setiembre, por la ambientación jerezana y en el mundo vinatero; la siguiente, Campo de Agramante (1992), fue una explosiva complacencia en la confusión y el caos, un delirio barroco aunque en un ámbito doméstico. Al escribirlas, sin duda, se dio cuenta de que la próxima novela ya la tenía a mano, en casa y en su misma vida: por eso, las memorias del escritor –Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001)- se han reunido en el volumen titulado La novela de memoria y son el relato autobiográfico más veraz e imaginativo a la vez, divertido y socarrón, que ha producido su generación, al lado de las memorias de Barral y las de Castilla del Pino.

Y volvió a la poesía –para no dejarla- con un Manual de infractores (2005), donde nadie debe confundir con húmedas nostalgias el orgullo melancólico de haber vivido. La “Summa vitae” nos dice que “de todo lo que amé en días inconstantes / ya sólo van quedando / rastros, / marañas, / conjeturas, / pistas dudosas, vagas informaciones”. Suficiente y rico material, en todo caso, para engarzarlo en un largo poema de tres mil versos, Entreguerras (2011), que cierra (por hoy) la escritura de Caballero Bonald y se inserta en una hermosa tradición moderna que, en español, había inspirado Espacio, de Juan Ramón Jiménez; Piedra de sol, de Octavio Paz, y Dador, de José Lezama Lima, entre otros. Poema que es enumeración de dones, yacimiento de palabras, sortilegios para vivir, él y sus lectores. Literatura, a fin de cuentas. Hay que felicitarse.

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