Después de un dietario
Raymond Queneau decía que, cuando se ponía a escribir una novela, siempre deseaba que el limpiabotas le escribiera el final. Seguramente la mayoría de novelas tienen el problema del desenlace, que nunca puede ser realista del todo porque en la vida nada finaliza mientras hay vida. Este problema, en cambio, no lo tienen los dietarios, siempre más próximos a la verdadera textura de la vida que las novelas. A un diarista nunca se le exige que ponga un final redondo a su conjunto de fragmentos. Es más, si lo pusiera, haría el ridículo.
Me gustan los dietarios por sus finales ya que, a menos que la muerte entre en escena, suelen ser cualquier cosa menos un final. Me gusta mucho el último fragmento de Lo que importa es la ilusión, el dietario (2007-2010) de Ignacio Vidal-Folch que acabo de leer. De hecho, me encanta el libro entero, es ante todo muy inteligente. En su último párrafo, el autor afirma que respetarse a uno mismo es lo único que cuenta, y que a quien consigue esto tan difícil es imposible luego herirle de verdad: incluso su propio desmoronamiento puede terminar por parecerle majestuoso, como si zozobrara al estilo del Titanic y la orquesta siguiera sonando.
Al final de la mayoría de los dietarios, a diferencia de tantas novelas, ni la orquesta ni la vida se detienen. Últimamente llevo una buena racha con ellos: los diarios de Iñaki Uriarte (Pepitas de Calabaza), el formidable Ratas en el jardín, de Valentí Puig (Libros del Asteroide), y ahora este de Vidal-Folch que publica Destino.
En el de Vidal-Folch son audaces las sentencias y brillan con desolada luz ciertas anécdotas de la vida corriente, los irónicos apuntes sobre tanto melón patriótico, su visita a un congreso suizo donde debaten sobre el fracaso, el ingenio bien distribuido a lo largo del libro, la mirada implacable sobre la infelicidad humana, el humor tan serio como excepcional.
Después de dar por finalizado —es un decir— su dietario, me ha quedado el recuerdo indeleble del bastón robado a Borges que un amigo le pasó a Vidal-Folch para ver si mejoraba su inspiración, algo que no llegó en modo alguno a producirse, lo que llevó al diarista a zafarse del incómodo obsequio excitante y abandonarlo en plena calle, en el asiento de una Vespa.
Y también me ha quedado el recuerdo de esta declaración de amor: “Me angustia oírle decir que me quiere mucho. Y es que sé que se merece a alguien mejor. Pero por más que pienso no se me ocurre quién pudiera ser mi sustituto: se me antojan todos unos botarates”.
En otro fragmento nos habla de libros que se construyen para una sola página o línea y sugiere que Robert Walser escribió El paseo solo para, tras la descripción más que morosa de un feliz paseo diurno, poder incluir una última página perfecta y esta reveladora línea final: “Me había levantado para irme a casa; porque ya era tarde, y todo estaba oscuro”.
¡Y todo estaba oscuro! Hay libros de centenares de páginas que se escriben solo con la intención de incluir en ellos, casi disimuladas, unas palabras que son las únicas de todo el libro que importan verdaderamente al autor. Esto me recuerda la sospecha de Borges acerca de Dante, de quien decía que edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz; quizás solo para escribir esa línea en la que Beatriz le mira un instante y sonríe, para luego volverse a la eterna fuente de luz.
Vidal-Folch abandonó alevosamente el bastón de Borges en una Vespa, pero eso no parece haberle impedido llegar en su dietario a conclusiones parecidas a las del gran maestro argentino.
¿No está tal vez concentrada en esa línea, en ese desvío eterno del rostro de Beatriz, toda la gran literatura escrita hasta el día de hoy? No respondan, lo ruego. No quisiera llegar al final.
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