Eduardo Rivero, guardián de la tradición cubana
El bailarín habanero era un hombre que mantenía la belleza inmensa de sus roles estrella
Hace seis años asistí a un ensayo en el Teatro Heredia de Santiago de Cuba donde puede ver Ceremonial de la Danza, asombrosa coreografía de Eduardo Rivero. Estaba ante una reliquia, algo arqueológico, pura danza moderna, como lo sería estar en el estudio de Martha Graham viendo a Medea. Me pareció una revelación de gran belleza y fuerza, algo con una naturaleza agresiva que me mareaba. Aquellos techos inmensos, las maderas carcomidas, los cuerpos perfectos, oscuros y bellísimos, el movimiento ajustado, la forma y la energía dominada a cuarenta grados de humedad. Era bello y terrible, era la vida y la naturaleza, también era una clase de danza, una tradición viva a punto de extinguirse. Había encontrado una tumba sin saquear, era como volver cincuenta años en el tiempo y la historia de la danza.
Rivero era encantador, un hombre cultísimo que hablaba del arte yoruba, de sus máscaras, armas y sitiales y de cómo los había transformado en movimiento. Su trabajo era apasionante. Sus coreografías, clásicas, de una belleza indescriptible, mágicas como rituales, en ellas se descubría y guardaba una tradición.
Durante un mes asistí a numerosos ensayos y clases en el Teatro Heredia, sede de su compañía Teatro de la Danza del Caribe. Un numeroso grupo de músicos apoyaba su trabajo diario. Un lujo comunista. Era como debía ser. Los bailarines tenían una calidad inmensa, trabajados desde niños para bailar aquella danza hecha especialmente para sus cuerpos. No había blancos. En Cuba los blancos bailan ballet.
Aquellas coreografías formaban un repertorio, mantenían viva la antigua forma de hacer. Eran la época de los sueños, de las posibilidades, de los descubrimientos, de la imaginación de cómo bailaban los antiguos nigerianos antes de ser esclavos. Eran la continuación de su maestro Ramiro Guerra a quien Eduardo Rivero llamaba su Dios, su padre. La línea no se había cortado, resistía, era una donación para las siguientes generaciones, para que se reconociesen en el descubrimiento esplendoroso de las máscaras del pasado.
Eduardo Rivero era un habanero que vivía en Santiago. Un hombre que mantenía la belleza inmensa de sus roles estrella. Era Ogún. Sus ojos rápidos y afilados, su humor destilado e hiriente; tenía una preciosa voz y era un excelente conversador.
Los cigarrillos Hollywood, la pasión por seguir bailando en el cuerpo de sus bailarines, su fascinación por Santiago de Cuba, su total dedicación y su genio hacían de él un maestro. Así lo llamaban todos.
Ahora quedará su danza, Okantomí y Sulkary, son las coreografías más bellas, son un trabajo arqueológico, son oraciones y ofrendas, son llamadas al esplendor, a la fuerza de la tradición perdida de África. Son los cuerpos en tensión, las parejas entrelazadas, son el amor en el espacio perdido y recobrado a través del rito, el rito de un pueblo libre.
De su cuerpo quedará su técnica, en el movimiento ondulatorio del torso, esa serpiente energética, en la fusión perfecta de lo moderno y lo clásico anudados en la tradición, en la expresión bellísima basada en el amor y el reconocimiento del movimiento. Porque el movimiento nunca miente.
Comimos una vez juntos. Le hice una entrevista. Era finales de marzo en Santiago. El calor y la humedad nos debilitaban sólo a los visitantes. Además de permitirme asistir a los ensayos y clases en el Teatro Heredia, lo había visitado en su casa en el piso número 17, en el edificio más alto de la ciudad. Unos altísimos bloques del Este en el medio del Caribe. Asombroso. Subir en el ascensor era jugarse la vida, pero después de un mes en Santiago de Cuba eso era risible, el peligro estaba en otras partes. En su casa y con un café me habló de sus coreografías, de su época dorada como bailarín, de su omnipresente maestro; me enseñó sus libros africanos, su emocionante visita a Nigeria, su desconfianza de una época vivida en Barcelona. Tenía ese encanto terrible, delicado y brutal, contradictorio como todo en esa ciudad destruida por el huracán, hoy más pobre, luminosa y olvidada que nunca y además sin Rivero. Okantomí. Con todo mi corazón.
Branca Novoneyra es bailarina y poeta.
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