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IDA Y VUELTA
Columna
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Lazos catalanes

Recordemos algunas cosas que ahora prefieren olvidarse, episodios de un pasado común que no encajan en las políticas oficiales de la memoria, o que simplemente se pierden por la erosión constante de lo que sucedió casi ayer mismo

Antonio Muñoz Molina
Josep Vergés, Carlos Sentís, Josep Pla y Jaume Vicens Vives, fotografiados en la redacción de la revista 'Destino'.
Josep Vergés, Carlos Sentís, Josep Pla y Jaume Vicens Vives, fotografiados en la redacción de la revista 'Destino'.

Ahora que parecemos instalados sin remedio en las abstracciones compactas y arrojadizas —Cataluña, España— quizás estará bien que los que conocimos otros tiempos, quienes nos hemos beneficiado, a un lado y a otro de lo que parece una divisoria infranqueable, de cauces más fluidos, recordemos algunas cosas que ahora prefieren olvidarse, episodios de un pasado común que no encajan en las políticas oficiales de la memoria, o que simplemente se pierden por la erosión constante de lo que sucedió casi ayer mismo. Cada vez estoy más convencido de la justeza del mandato contenido en aquel verso de Luis Cernuda: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Porque la manipulación política se sustenta muchas veces en la manipulación del pasado, es importante que los que han vivido una época se esfuercen en recordar y en contar cómo fue. Y lo es también porque sólo el conocimiento veraz del pasado permite calibrar lo que se ha ganado y lo que se ha perdido con el paso del tiempo, y constatar que lo ahora obvio tal vez era inimaginable sólo unas décadas atrás, y que las cosas, para bien o para mal, no tenían que haber sucedido como sucedieron.

Yo me acuerdo ahora de la presencia inmensa que tenía Cataluña en la cultura española de la resistencia antifranquista, y de los lazos tan estrechos que nos conectaban, en cualquier ámbito de nuestra formación y de nuestra conciencia política. Aquel fermento común estalló gozosamente con el final de la dictadura y fue determinante en la atmósfera cultural de al menos la primera década de la democracia. Pero el germen venía de mucho antes, de aquellas viejas conexiones vanguardistas de los años veinte, cuando Lorca exponía sus dibujos en una galería de Barcelona y Dalí se educaba a su lado y al de Luis Buñuel en la Residencia de Estudiantes. En 1935, estrenando Yerma en Barcelona casi con más éxito que en cualquier otra parte, García Lorca escribía a su familia conmovido por el entusiasmo con que lo había recibido un público multitudinario y generoso, que reconocía en aquel drama, tan atacado por la derecha más oscurantista, una ambición de belleza y de justicia social. Conviene recordar, por si los esencialistas de lo catalán o de lo andaluz prefieren olvidarlo, que fue la catalana Margarita Xirgu la que reveló la universalidad de los dramas andaluces de García Lorca, y la que después de su asesinato y de la Guerra Civil estrenó La casa de Bernarda Alba y continuó difundiendo su teatro en el exilio. El catalán Felip Pedrell fue el maestro del gaditano Manuel de Falla. Algunas de las mejores grabaciones contemporáneas de Falla las hizo la orquesta de cámara del Teatre Lliure.

Igual que fue el exfalangista y excantor desengañado de la España imperial Dionisio Ridruejo quien, desterrado en Sitges en los años cincuenta, tradujo al castellano algunos de los libros de Josep Pla que una generación más tarde fueron tesoros para quienes queríamos aprender a escribir mirando las cosas con el grado justo de curiosidad y escepticismo, observando y anotando la vida casi al mismo tiempo que sucedía delante de nosotros. A Pla y a Cunqueiro los empezamos a leer en el semanario Destino, que se publicaba en Barcelona y que había sido fundado en Salamanca durante la Guerra Civil por catalanes que estuvieron del lado de Franco. Nos gustaba la revista Destino porque en ella escribía también sus crónicas de erudición sorprendente y amena Néstor Luján, pero más todavía nos gustaba el tacto y la tipografía de los libros de la editorial Destino, a través de la cual nos llegaban inesperados autores internacionales, y en la que nos acostumbramos a leer las novelas de Miguel Delibes. En la misma editorial publicaban el gallego Cunqueiro, el castellano Delibes, el catalán Pla. La primera novela de verdad importante, a mi juicio, de la posguerra española, Nada, de Carmen Laforet, ganó en Barcelona el Premio Nadal y la publicó Destino.

Eran caminos de ida y vuelta: en los primeros cincuenta el madrileño naturalizado americano Jaime Salinas se instaló en Barcelona y emprendió junto a Carlos Barral un proyecto editorial que está en el origen de la gran renovación de la literatura y la lectura en lengua castellana, tanto en España como en América Latina. Desde la mitad de los sesenta escritores jóvenes tan estéticamente radicales como Pere Gimferrer y Terenci Moix mezclaban a su manera una tradición literaria erudita y múltiple: el cine americano, la nouvelle vague francesa, la copla española, Rimbaud, Rubén Darío, Vicente Aleixandre. Esa desenvoltura pop, ese desgarro mestizo y popular era una parte de lo que tanto nos atraía en el Manuel Vázquez Montalbán de Crónica sentimental de España o las primeras entregas del detective Carvalho, en las novelas fulgurantes de Juan Marsé, que estaban escritas en un castellano fronterizo, empapado de catalán, la herramienta justa para dar cuenta de aquellos mundos de frontera en los que vivían sus personajes, fronteras de barrio, de clase, de idioma.

Las canciones en catalán nos emocionaban tanto como las canciones en inglés, y también tenían una cualidad de himnos. Ahora parece que decir españoles o decir catalanes es como nombrar a las hinchadas hostiles de dos equipos de fútbol, pero hubo una época en la que la reivindicación del catalán y del estatuto de autonomía para Cataluña formaban parte de un mismo proyecto progresista. El público que llenaba en Madrid o Granada los conciertos de Lluís Llach en los años setenta era tan fervoroso como el que había aclamado a Lorca en Barcelona. Mucho antes de que se hicieran habituales las banderas andaluzas ya se agitaban en aquellos teatros banderas catalanas y pancartas idénticas a las de Barcelona: “Libertad”, “Amnistía”, “Estatuto de autonomía”.

No aspiro a desmentir, ni siquiera a compensar, una sensación de lejanía y agravio que se ha fomentado mucho desde los extremos de nuestra vida política, y que probablemente es irreversible. Tan sólo me parece útil recordar que las cosas fueron mucho más complejas, y también más prometedoras, y que aquellos lazos tan estrechos nos alimentaron a todos, más allá de esa lógica binaria del expolio y el chantaje que ahora tristemente se ha impuesto. Los discos de Lluís Llach o de Raimon o de Pi de la Serra o de aquel angélico Jaume Sisa de Qualsevol nit pot sortir el sol se vendían en(toda)España lo mismo que en Cataluña. Y era también en toda España donde encontraba un público entregado el gran teatro independiente catalán.

Empecé a leer con tebeos editados en Barcelona y cuando me hice escritor tuve la rara suerte de que se me cumpliera literalmente un sueño y empecé a publicar novelas en la misma editorial catalana en la que leyendo a Juan Marsé y a Vargas Llosa me había educado como novelista. Con diez años leía tebeos de Bruguera y con veintitantos años leía a Onetti y a John Cheever en ediciones de Bruguera. Que la capital de la cultura en catalán sea también la capital de la edición en español es una hermosa paradoja de la que todos podemos extraer interesantes conclusiones.

Afirmarse negando parece un signo de los tiempos, muy arraigado además en la inhóspita vida política española, pero es posible que al negar al otro uno se esté despojando de una parte crucial de sí mismo.

antoniomuñozmolina.es/

Babelia

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