Agustín Delgado, un poeta por descubrir
El autor de ‘Sansirolés’ transitó el camino de las vanguardias europeas
"Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé, golpes como del odio de Dios, como si la resaca de todo lo vivido se empozara en el alma, yo no sé”. Muere el poeta Agustín Delgado el pasado 11 de septiembre, a los 71 años que confirman la adscripción generacional de los niños de la posguerra, y escucho en el recuerdo de su voz los versos de Los Heraldos Negros de César Vallejo que, con los de Trilce, tanto batieron nuestra sensibilidad y conciencia.
A Agustín lo consideraba José Ullán Miguel, hermano de leche reencontrado en las colas de las becas de los comedores universitarios de aquellos tiempos, “un entrañable lobo estepario”. La soledad del lobo se corresponde bien con el carácter irreductible de un poeta con convicciones, de un creador que busca la lejanía para no estar en ningún sitio, apenas donde la obra se sustancia y en el momento justo. La vertiente entrañable de Agustín la conoció cualquiera que se le acercase, un don raro que se encuentra en la naturalidad y en la falta de afectación, en la generosidad extrema y la bondad no dulcificada. La variante esteparia reconduce muy bien a los paisajes morales, mentales y verbales del “espíritu áspero”, una intensidad metafórica sostenida en el brillo acerado de lo que puede percibirse en este mundo y en esta vida, que da identidad a su poesía. La querencia de Vallejo estaba muy unida al redoble de conciencia de Blas de Otero, a la voz desolada de Cernuda, a quien dedicó su tesis doctoral, y a los misteriosos vasos comunicantes que podían emparentar a Paul Celan con Sanguinetti, por el camino que Agustín descubrió y transitó muy pronto: el de las vanguardias europeas.
La vida de Agustín Delgado, nacido en Rioseco de Tapia (León) en 1941, tuvo un itinerario muy acorde a la tensión de su obra y a lo que el viaje procura de descubrimiento: de León a Madrid, Valladolid, Málaga, Burgos, Aranda, Toulouse, París, Bruselas. En la juventud, hace ya 50 años, fundó, con sus amigos leoneses, Claraboya, una revista comprometida que, al cabo del tiempo, mantiene un sello casi documental de insumisión y desasosiego.
Se doctoró en Filosofía y en Filología Románica en la Complutense, fue catedrático de Literatura Española, y ocupó cargos importantes en el medio educativo. En 2010 apareció en Trama Editorial la que podemos considerar su obra completa: Espíritu áspero, poesía reunida, 1965-2007. Y en 2005, Visor había publicado Discanto, un esclarecedor y fascinante itinerario para adentrarse en su obra, y vislumbrar la línea subterránea de una evolución tan sorprendente como secreta. Una evolución que tiene su límite en el Sansirolés (1989), conquista muy personal de experimentación e imaginación, donde el juego verbal se extrema y las significaciones, frecuentemente sardónicas, alcanzan su punto más sofisticado y misterioso. Poemas que son como estallidos, y que mantienen viva la veta de la ironía y la burla, la palabra hiriente y jocosa.
Era difícil resignarse a la condición de creador secreto, que Agustín asumía como lo más natural del mundo, y esa condición que los amigos no le perdonábamos, significa que todavía ahora, cuando se nos ha ido, siga siendo un poeta a descubrir. La distancia, la lejanía, el riesgo de la obra, el compromiso límite con lo que se hace, la convicción de hacerlo, tiene estas precariedades en el mundo cultural y mediático que vivimos, donde es imprescindible hacerse valer para valer. Los Heraldos Negros de Vallejo resuenan sin remedio en el recuerdo de su voz compartida, pero entre tantas palabras, sentimientos y conmociones, elijo ahora las que mejor marcaron la felicidad de Agustín Delgado, algunos nombres propios: Esther, Agustín, Héctor y Juan.
Luis Mateo Díez es académico de la lengua.
Babelia
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