Asalto al imperio
Aunque las tres dimensiones apenas aporten nada, el cuidado de los colores y el gusto por el detalle provocan que el espectador pueda deleitarse a cada instante
Ahora que corren tiempos patrióticos en medio mundo, en los que cada cual rinde pleitesía a sus mitos mientras, económica, política y hasta socialmente, se reivindican los triunfos de cada territorio frente a las lacras de los demás, nada como romper con la norma y resquebrajar la tradición por medio de la insolencia. Aunque sea, y quizá por eso también, a través de la plastilina. Peter Lord, alma mater de la factoría británica Aardman, se ha propuesto en ¡Piratas! un doble asalto a dos imperios: primero, al de la animación, con un relato cómico de aventuras en el que, contraviniendo la tiranía de las imágenes generadas por ordenador, se insiste en la animación artesanal en stop-motion (fotograma a fotograma) mediante diseños de plastilina, marca de la casa creadora de, entre otras, Wallace & Gromit y Chicken run. Y segundo, un asalto al Imperio Británico y a su historia, con un organigrama de personajes tan subversivo que los piratas son los héroes buenos y la villana es nada menos que la reina Victoria, concebida con gesto depravado, culo de mesa camilla y a la que algunos llaman despectivamente Vicky.
Para rematar, Charles Darwin, otro orgullo nacional, se hace acompañar por un mono que le hace el trabajo sucio y es pintado por Lord y sus secuaces como un antagonista débil y mustio que no para de quejarse porque nunca ha tenido novia. Así, Lord se convierte en algo así como el último eslabón de un grupo de irreductibles cómicos, capaces de desestabilizar el imperio por medio de la osadía, una línea ya integrada por gente como los Monty Phyton de Los caballeros de la mesa cuadrada y el Rowan Atkinson de La víbora negra.
¡PIRATAS!
Dirección: Peter Lord, Jeff Newitt. Intérpretes (voces): Hugh Grant, David Tennant, Imelda Staunton, Brendan Gleeson, Salma Hayek. Género: aventuras animadas. R U, EE UU, 2012. Duración: 88 minutos.
Como suele ser habitual en Aardman, y aunque las tres dimensiones apenas aporten nada, el cuidado de los colores y el gusto por el detalle provocan que, en su retrato de un Londres sucio y casi depravado, el espectador pueda deleitarse a cada instante con el preciosismo de cada plano. Por el contrario, como única nota discordante, y desde luego discutible, una vez más queda abierta la veda para el debate de si por mucho que se mejore en la puesta en escena, en el ritmo y en el montaje, al stop-motion le cuesta el doble de trabajo que a otras técnicas animadas ajustarse al engranaje temporal del largometraje frente a la instantaneidad y la efervescencia del corto, donde quizá encaje mucho mejor.
Babelia
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