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Sonny Rollins: de grana y oro

El legendario saxofonista de 82 años arrasa en el cierre del Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz

El saxofonista Sonny Rollins, durante su concierto en Vitoria.
El saxofonista Sonny Rollins, durante su concierto en Vitoria.Adrián Ruiz de Hierro

Sonny Rollins es Sonny Rollins. No hay otro como él. Basta el anuncio de una gira por Europa del octogenario Saxophone Colossuspara que los mentideros del jazz se llenen de rumores sobre su estado de salud o si en tal lugar ha tocado tal pieza o esta otra. Tras su primer concierto en Perugia se dijo que está acabado; luego de tocar en Antibes, resultó que está como nunca. Son 82 años a pie de obra, que se dice pronto.

El Rollins que pudimos escuchar en Vitoria anda encorvado, a base de pasitos torpes, su pelo ha adquirido el tono del algodón… el conjunto parecía que fuera a venirse abajo de un momento a otro. Hasta que arranca. Ahí cambia el asunto por completo. Rollins se acerca al micrófono para saludar al personal, “eskerrik asko”. Y el personal, que no sabe la que se le viene encima. Sonny Rollins en su mejor forma musical. Rechacen las imitaciones.

La primera parte del concierto fue absolutamente memorable. Para enmarcar. Envuelto en su camisola holgada color rojo sangre, Rollins hizo brotar del oro de su saxofón frases que eran puñales dirigidos al corazón del oyente. Hoy como ayer, nuestro héroe sigue saliendo a escena a pecho descubierto: corta aquí, cambia de tercio allá, decide salirse por peteneras acullá. Todo en su música tiene lugar a la vista del consumidor. Cada uno de sus solos es un tour de force movido por espasmos de una pasión incontenible; cada una de sus frases cortas e incisivas son brochazos de genialidad destinados a perderse en la memoria del aficionado. Rollins está volando muy alto, como en ninguna de sus anteriores visitas a nuestro país; como en los viejos buenos tiempos. Hace nada se le daba por desahuciado. A los suyos, les pide más madera alzando los puños al cálido aire de Vitoria-Gasteiz; y los suyos, que, en alguno de los casos, podrían ser sus hijos, no dan abasto para responder al anciano en sus demandas. Bob Cranshaw, casi medio siglo acompañando al saxofonista, mira a sus compañeros de orquesta con gesto cómplice. Lo tomas o lo dejas, parece decirles. Uno no toca con Sonny Rollins todo los días.

El momento culminante de esta primera parte, y del concierto todo, llegó con la balada Once in a while. Lo que tocó Rollins durante su largo y arrebatador solo no es para contarse, más que nada porque no existen palabras que sirvan para describir lo que brota de la inspiración de un coloso. Si el jazz ha llegado a ser la música que una vez nos robó el corazón es gracias a momentos como este.

Comparada con la primera parte, la segunda que, lógicamente, vino a continuación, resultó tanto más convencional y previsible. Rollins ha descendido a tierra para sumergirse en una música sudorosa y febril reducida a su mínima expresión rítmica. Es el Rollins de siempre, el de los últimos años, el que más y mejor conoce la audiencia que, todo hay que decirlo, distaba de colmar el aforo de Mendizorrotza, búsquense las razones donde corresponda.

Eran las 11 de la noche cuando volvieron a sonar los ecos de Don´t stop de carnaval. Los fans de Rollins saben lo que esto significa: el maestro está cansado y quiere dar por terminado el asunto. Una hora más tarde estaba firmando autógrafos a sus aficionados, a quienes la espera de más de una hora entre que terminó el concierto y que su protagonista estuvo en condiciones de acudir a su encuentro no pareció importar. No todos los días tiene uno la ocasión de conocer a un verdadero coloso.

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