El milagro teatral de una ‘casa patera’
La sala independiente La Casa de la Portera se consolida como referente en un panorama teatral agónico
Se cansaron de esperar propuestas y tomaron la iniciativa. Alquilaron una casa oscura y decadente en el madrileño barrio de Lavapiés, reunieron a un grupo de amigos actores y montaron un chéjov palpitante que ha cautivado a la crítica y les ha convertido en teatro de referencia en la capital.
Parece ficción pero no lo es: el dúo formado por José Martret y Alberto Puraenvidia ha sacado adelante este proyecto desesperado partiendo de cero y en las condiciones más adversas. El 8 de marzo de 2012 estrenaron Ivan-Off, su versión del clásico ruso en la que 25 espectadores siguen la acción en dos habitaciones de 20 metros cuadrados. Tan solo tres meses después tienen cuatro obras en cartel, fruto de las propuestas recibidas por varios directores cautivados con la sala, y una afluencia de público insólita con listas de espera de dos semanas para comprar entradas: son La Casa de la Portera.
Martret y Puraenvidia miraron con pasmo los pasillos y las habitaciones ennegrecidas. Aquel bajo polvoriento había sido utilizado como hogar de la portera, como local de un grupo anarquista y como casa patera para inmigrantes sin techo. Y bajo esas mismas paredes que fueron testigo de las camas calientes que se turnaban los más desamparados, decidieron montar el teatro en el que creían. “La energía de la casa daba miedo”, cuenta Martret. Pero quizás esa misma energía, fruto de una tragedia colectiva, sea la culpable de la desgarradora verdad que trasmiten los artistas. El resultado es que una pequeña casa-teatro con una propuesta original y arriesgada ha pegado el pelotazo. Las claves: la calidad, el talento y el arte que emanan los intérpretes, capaces de convertir la obra en una experiencia conmovedora en la que un público absorto llora y ríe continuamente. Es imposible contenerse, porque los actores de La Casa de la Portera no actúan: viven, lloran, ríen, gritan, deliran, se emborrachan y agonizan ante el espectador.
los actores de La Casa de la Portera no actúan: viven. Lloran, gritan, deliran, se emborrachan y agonizan ante el espectador.
El boca oreja masivo es la consecuencia lógica y gracias a ello, La Casa de la Portera llena su escenario continuamente. Rara es la semana que no aparece por allí un actor famoso, un cantante conocido, un director de cine o un escritor de tirón. Mario Vargas Llosa quedó fascinado y declaró que había asistido a “dos horas de nihilismo ruso impresionantes”. Pero más que eso, la obra de Martret es un retrato de la depresión española. El autor trae a Chéjov a la España en crisis, corrupta y desesperada y lo hace siguiendo los pasos del teatro bonaerense, especialista en crear obras de arte en tiempos difíciles. Martret sabe que en Buenos Aires el teatro es un “magnífico enfermo", como decía George Kauffmann, un teatro que supera cualquier obstáculo.
La historia del éxito de La Casa de la Portera nos remite a la de los porteños de Timbre 4, el piso convertido en escenario y en escuela por el director Claudio Tolcachir. El argentino transformó su casa en un teatro, apiñó a 50 espectadores en un comedor y estrenó en 2005 una obra íntima y delirante que se llevó todos los premios de Buenos Aires y cautivó al público de Latinoamérica y Europa: La omisión de la familia Coleman. La Casa de la Portera parece seguir sus pasos, despacito y con buena letra, pero sin límites. Después del milagro actual saben que todo es posible. Sus sueños se están cumpliendo y la gente está recompensando el esfuerzo y el riesgo del proyecto. La vieja puerta del bajo D del número 24 de la angosta calle Abades aún guarda muchas sorpresas. El arte de verdad no entiende de crisis.
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