Disparar a la distancia precisa
Manuel Chaves Nogales, aventurero, comprometido y romántico, puso su afilada inteligencia y un estilo literario sin ninguna veta de tocino al servicio de la historia: contó de primera mano las cosas que pasaban y estuvo donde había que estar
Si tus fotos no son lo bastante buenas es porque no estabas lo bastante cerca: esta sentencia de Robert Capa se puede aplicar también a los periodistas de calle, a los cronistas de guerra, reporteros y enviados especiales, a los analistas políticos y, por supuesto, a los sicarios y asesinos a sueldo, los más interesados. Se tiene o no se tiene el don de apretar el gatillo en el momento oportuno, a la distancia precisa. Los periodistas de raza llevan ese instinto en la base del cráneo. Uno de esos era Chaves Nogales.
Este periodista, nacido en Sevilla en 1897, hijo de madre pianista, de padre literato de medio pelo y sobrino de gente del gremio, de quienes aprendió en la adolescencia el manejo de las armas de este oficio, llegó a aquel Madrid, “brillante y famélico” de entreguerras, con 23 años, dispuesto a comerse el mundo, como tantos otros, después de haberse baqueteado como redactor en diarios de Sevilla y de Córdoba. Era entonces un joven moreno, de pequeña estatura, de ceño obstinado, con el chaleco bien abotonado, el nudo de la corbata torcido y la frente sombreada por una greña rebelde. Así aparece en el humo de las fotos de la época, en las redacciones o al pie de las linotipias. Extrañamente no tenía acento andaluz o no lo usaba.
Llegó a Madrid ya casado y con una hija. Traía además un par de pinitos literarios ya publicados, estampas de su ciudad natal, retratos de personajes anónimos que había conocido. Después de aposentarse con la familia en los altos de Ciudad Lineal, en una casa con corral de gallinas, al principio bajaba en tranvía cada tarde hasta la Puerta del Sol y la calle de Alcalá con la idea de explorar y ser aceptado en alguna de las tertulias de literatos célebres, que impartían su ego como un sacramento, rodeados de bohemios, plumíferos tronados, diputados golfos, cómicos hambrientos, sablistas y cesantes galdosianos, que anidaban en los cafés. Allí se cocía el puchero de las noticias antes de que llegaran a las redacciones. Unamuno decía que las tertulias madrileñas constituían la verdadera universidad popular. Esa era la primera guerra que había que ganar. En esta descubierta también era necesario llevar chaleco antibalas, aunque fuera de lana de merino. Cada una de aquellas tertulias tenía un dueño. En el café de Levante reinaban Azorín y Baroja, uno con su silencio, el otro con la mala baba; en Pombo echaba al aire luminosas pompas de jabón Gómez de la Serna; en Fornos eran el político Indalecio Prieto y el dibujante Bagaría los que cortaban el bacalao, a tercias con el famoso perro Paco, que se subía por su cuenta al tranvía para ir también a los toros; en la Granja del Henar ceceaba el veneno del resentimiento Valle-Inclán, sin conceder derecho de réplica a ningún contertulio. A un joven recién llegado de provincias que, ajeno a esta regla, le interrumpía a menudo su soflama cáustica y altisonante Valle le cortó: “Oiga, pollo, se va usted a pisar la lengua”. Chaves Nogales sabía callar. Años después, cuando un 14 de abril sobrevino inesperadamente la República, los vendedores de periódicos la voceaban por la calle como si fuera el gordo de la lotería: “La República ha caído en la tertulia del Regina”. Era la de Azaña y allí estaba ya instalado, respetado, con derecho a hablar y ser oído Chaves Nogales.
La llegada de este periodista a Madrid hacia 1923 había coincidido con el golpe de Primo de Rivera, de modo que su talento se encontró con la barrera de la censura, no muy rigurosa, pero lo suficiente tosca como para obligarle a desviar su pluma hacia los crepúsculos, verbenas y otras florituras de estilista en vez de usarla para entrar a degüello en la política, como era su deseo. Chaves Nogales comenzó a escribir en El Heraldo crónicas de sociedad poco comprometidas para salvar el cocido. Llegó a redactor jefe. Allí coincidió con González Ruano, a quien, al contrario que a Chaves, la dictadura le sentaba como un traje cortado a medida para dar leña lírica impunemente a socialistas y republicanos sin desprenderse de su aire de señorito, de aristócrata de cartón piedra. En cambio, Chaves tenía un aire aventurero, un natural comprometido y romántico, bohemio y familiar a la vez. En 1927 ganó el Mariano de Cavia por un reportaje sobre Ruth Elder, la primera mujer que cruzó el Atlántico en un avión Junker, y ese primer éxito le impulsó también a volar, primero a la URSS, después por las nubes de toda Europa y de esos viajes aterrizó con reportajes sobre lo que había quedado de los zares caídos y otras semblanzas literarias, crónicas veraces, auténticas, sobre miserias de la dictadura del proletariado.
En uno y otro bando, él nunca se consideraba de los nuestros, sino el dueño de la voz libre, comprometida con la democracia y consigo mismo
Con este autor se ha dado un hecho curioso. Fue en su tiempo uno de los grandes; puso su afilada inteligencia y un estilo literario sin ninguna veta de tocino al servicio de la historia; contó de primera mano las cosas que pasaban en la calle; estaba donde había que estar, en los acontecimientos políticos, en los homenajes literarios; era citado, admirado y seguido por una legión de lectores y de repente, terminada la Guerra Civil, se lo tragó la tierra y ni siquiera era recordado como un exiliado famoso. Tal vez este hecho se deba a que, en uno y otro bando, él nunca se consideraba de los nuestros, sino el dueño de la voz libre, comprometida con la democracia y consigo mismo.
Su trabajo de periodista estuvo ligado a la causa de Azaña, como director del diario Ahora, de ideología de izquierda republicana. Puede que Chaves Nogales participara de la misma inteligencia corrosiva, un tanto despectiva. Fue un crítico insobornable de los males de la república; después de darse un garbeo por Alemania en 1933, recién ascendido Hitler al poder, presagió los aires de tragedia que aleteaban en el aire, se entrevistó de Goebbels, describió con detalle la humillación que soportaban los judíos en Berlín, y por supuesto su olfato de sabueso tampoco erró al anunciar que los españoles estaban dispuestos a matarse y que lo iban a hacer muy pronto.
Chaves aprovechó que los españoles todavía no se mataban para escribir por entregas una biografía de Juan Belmonte, muy alabada, en la que orillaba todos los apestosos tópicos del toreo e iba directamente a la psicología del personaje. Luego, en plena tragedia, siguió a Azaña en el exilio, primero en Valencia, después en Francia, donde participó en las tertulias de París con los huidos de la carnicería, Marañón, Baroja, Azorín, Ortega. Allí escribió las crónicas de guerra A sangre y fuego, de primera mano en su memoria. No estaba cerca, como recomendaba Capa, pero su disparo era muy certero, aunque no tanto como lo fue al narrar para la historia, como no lo ha hecho nadie, la caída de Francia en manos del fascismo, la lenta degradación de un país hasta el puro masoquismo.
Los demás pudieron volver a España terminada la contienda, no así Chaves Nogales, más comprometido, con más carne en el asador, perseguido luego por la Gestapo hasta recular a Burdeos y no parar hasta el nuevo exilio en Inglaterra. Antes había mandado a su mujer y a sus tres hijos a España. En Londres fundó una agencia, escribió artículos para los periódicos de Latinoamérica, no dejó de trabajar hasta mayo de 1944, en que una peritonitis se lo llevó al otro mundo, allá donde habita el olvido, como había escrito su amigo Cernuda. Fue enterado en Londres. El olvido cayó sobre la figura de Manuel Chaves Nogales, pero ahora su espectro ha sido rescatado por la memoria histórica y hoy es reconsiderado como uno de los grandes, el que supo disparar desde la distancia precisa.
Babelia
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