Anúnciate en los libros
En los últimos y vertiginosos tiempos, el lector electrónico y los libros digitales se ven como poderosas plataformas publicitarias
Se publican más libros que nunca, pero las ventas se estancan o descienden, al tiempo que lo hace su precio. Los grandes editores, zarandeados por la crisis, arruinados por la avalancha incontenible de descargas ilegales y desconcertados por el cambio de paradigma en un sector que pide a gritos la revisión del modelo de negocio, buscan nuevos caminos para monetarizar sus productos. Uno de ellos es, sin duda, la introducción en los libros (impresos y digitales) de publicidad pagada.
Que nadie se escandalice: no es la primera vez que tal cosa ocurre. Desde principios del XIX, la idea de incluir anuncios en las novedades editoriales había calado en empresarios cuyos productos nada tenían que ver con la industria de la cultura escrita. El libro se reveló como soporte adecuado para la difusión de determinados avisos comerciales, de modo que muchos fabricantes firmaron acuerdos económicos con los editores para que les permitieran utilizar los nuevos títulos como ventanas publicitarias. Los contratos más sustanciosos llegaron con el auge de los folletines: la fragmentación de una obra de éxito en entregas periódicas la convertía en una eficaz herramienta para seducir a lectores cautivos.
El experimento tuvo éxito y se extendió a las obras publicadas en volumen. La mercadotecnia de entonces no tenía nada que ver con la de Amazon, pero los anunciantes aprendieron a identificar a los potenciales clientes a partir de la observación empírica de sus preferencias como lectores. Así, las ediciones populares de novelas románticas resultaron un medio conveniente para insertar publicidad de perfumes. Otras veces, bastaba con la popularidad de un autor para que su obra se llenara de anuncios: los Diarios de Samuel Pepys (1633-1703), que se publicaron por vez primera en época victoriana, incorporaron en alguna de sus reediciones más de 50 páginas de propaganda. Más tarde, la moda decayó; en parte debido a la sacralización del “aura” del libro, pero también a que fueron apareciendo otros soportes (prensa de masas, radio) en los que la publicidad resultaba más eficaz. El único subgénero libresco en el que los reclamos comerciales aguantaron fue el de las guías de viajes, que publicitaban resorts, hoteles y balnearios de Europa y América.
Existieron otras modalidades más taimadas de publicidad libresca. Como hoy día hacen los productores de películas taquilleras, hubo escritores de fama que aceptaron buen dinerito a cambio de mencionar bienes o marcas reconocibles en sus novelas: a Julio Verne, William Thackeray o George Eliot no se les cayeron los anillos por hacerlo. Más recientemente, también lo aceptó de muy buen grado (utilizando, a su vez, el consiguiente escándalo mediático para vender su libro) Fay Weldon, que para su novela Conexión Bulgari (Diagonal, 2002) llegó a un sustancioso acuerdo con la firma de lujo italiana cuya marca estampó en el título.
En los últimos y vertiginosos tiempos de la edición mundial, el lector electrónico y los libros digitales vuelven a ser vistos como poderosas plataformas publicitarias. Amazon busca anunciantes que paguen por colocar sus mensajes en los salvapantallas de la próxima generación de lectores Kindle, pero no excluye llevarlos también a los e-books que comercializa. Y no es la única compañía que se lo está pensando. Ahora, gracias a las redes integradas y a los millares de referencias cruzadas, resulta muy fácil identificar las preferencias de los consumidores, de modo que el target está más garantizado que nunca. Queda un detalle, claro: los anuncios tendrán que formar parte del contrato con los autores, que podrían negarse a que el editor introduzca publicidad en sus obras. Claro que, con la que está cayendo y la alarmante reducción de los ingresos de la inmensa mayoría de los que se ganan la vida escribiendo, puede pasar de todo. Desde que en un ensayo sobre la crisis del euro aparezca un anuncio de Bankia, hasta que en una novela social se encarte publicidad de Louis Vuitton. Por cierto, y para evitar susceptibilidades: ninguna de las dos marcas se ha puesto en contacto conmigo.
Babelia
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