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Lorenzo García Vega ya duerme en Playa Albina

Era el miembro más jóven del grupo Orígenes, una vanguardia literaria cubana capitaneada por José Lezama Lima

El escritor cubano Lorenzo García Vega fotografiado en 2009.
El escritor cubano Lorenzo García Vega fotografiado en 2009.GORKA LEJARCEGI

Hay quienes llegaron a creer que en verdad existía un lugar llamado Playa Albina, como indefectiblemente Lorenzo García Vega llamaba a Miami, donde vivió durante muchísimos años como exiliado; había nacido en 1926 en Jagüey Grande, Cuba, y acaba de morir en el Metropolitan Hospital de Florida. Fue el miembro más joven del grupo Orígenes, nucleado en la Habana de los años cuarenta en torno a José Lezama Lima y a la revista del mismo nombre; en Los años de Orígenes (Caracas, Monte Ávila; 1978-Buenos Aires, Bajo la Luna, 2007) García Vega cuenta cómo conoció al “Maestro”: “Yo estaba en la trastienda de una librería y un espectador me dijo: –Muchacho, ¡lee a Proust!-. Era Lezama Lima”.

Pero Los años de Orígenes dista mucho de ser el típico libro de memorias a mayor gloria del autor y sus mentores. Como todo lo que escribió García Vega, es difícil de definir, casi imposible de glosar y por todo eso extraordinariamente estimulante de leer, inteligentísimo y limpio de toda complacencia –con el mundo y consigo– pues, ¿a quién iba a temerle o con quién iba a querer congraciarse el hombre que había inventado esa Playa Albina donde todo, hasta la desolación, era casi impalpable? Los años de Orígenes un ejercicio crítico de memoria personal y colectiva, de una amarga comicidad, en el que García Vega manifiesta su admiración y gratitud hacia Lezama, pero también su intolerancia al tufillo católico de buena parte del grupo que lo rodeaba; el rechazo de la construcción del mito Lezama, sostenido en buena medida por escritores y críticos que nunca lo conocieron y sin embargo establecieron tesis sobre la relación entre el asma y la puntuación del poeta; la crítica mordaz a la fundación y el ceremonial de los ritos habano-parisinos del neobarroco comandado por Severo Sarduy, “Severo también viviente flor de mármol”; en fin, la crónica (velada, como un perfume omnipresente) de la difícil situación de quienes, tras la revolución de Castro, salieron de Cuba para no volver: con todas las penurias del exiliado y, encima, sin la menor solidaridad del sistema intelectual latinoamericano, comprometido casi en bloque con el castrismo, lo que él llamaría “la fineza aprovechadita de la farsante izquierda latinoamericana”.

De una manera callada, fragmentaria, llena de auotoironía y risa implícita, García Vega construyó la alternativa al tropicalismo revolucionario, neobarroco o postestructuralista y sus carnavales más o menos afortunados de adjetivos. No mueras sin laberinto, El oficio de peder, Cuerdas para Aleister y Devastación del hotel San Luis son algunos de los libros de García Vega, casi siempre en lo que podríamos llamar prosa poética si admitimos que aquí “poética” no tiene nada que ver con el sentimentalismo, la coloratura, la magia de los instantes o la epifanía sublime: “Acabo de visitar la tumba de un amigo recién muerto, en Chacarita, y me desespera entender que los muertos permanecerán acostados” escribía en Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto, que su amiga, la poeta Elsa López, le publicó el año pasado en Ediciones La Palma; y también: “Una triste realidad de esta Playa Albina donde vivo. Tambores, cachivaches. Lo que al final no suena, aunque uno se pase el día tocando el tambor”. Tocar el tambor: escribir el poema; persistir en lo inútil y hasta en lo absurdo como forma –única– de supervivencia. Autorretratarse bajo la figura de un cascote más de los grandes delirios de grandeza del siglo y sus guías iluminados.

Y sin embargo buena parte de la mejor poesía cubana no sería igual, no sería tan buena, sin Lorenzo: lo vemos en Antonio José Ponte, en Rolando Sánchez Mejías, en Idalia Morejón, en Rogelio Saunders, en Pedro Marqués de Armas. Porque ese absurdo de la vida y de la historia del que García Vega se hace carne en su Playa Albina no está lejos de las contorsiones tragicómicas de los personajes de Beckett o de la minuciosa autodestrucción de los protagonistas de Bernhard, para mencionar dos autores que admiraba. Es decir, la asunción de la gran herencia cubana en poesía pero con esa torsión inesperada, extemporánea o intempestiva, de la amargura de Lorenzo, que reduce a prestigioso polvillo el regusto dulzón de los barroquismos en auge por tantos años. En su último libro, Palíndromo en otra cerradura, homenaje a Duchamp (Barcelona, Barataria, 2011), escribió: “Me mantengo sin nombrarme. ¿Por cuál rato? Es un rostro que no es nada, un blancor de lo seco. Sus luces –es un avión– pasan sobre la noche. También es como un raro sello. Es muy curioso”. Muy curioso, sí: como su destino, que es en parte el nuestro, el de sus lectores;, y como ahora su muerte.

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