Jamaica en ‘rock steady’
Cada uno tiene su candidata al título de Isla de la Música. Los hispanos tienden a inclinarse por Cuba; los anglos, ante Irlanda. Al otro lado del globo, apuestan por Okinawa o Hawai. Pero no hay dudas respecto a la isla más prolífica en grabaciones. En 1997, la Rough Guide calculaba que Jamaica había generado unos 100.000 discos en 45 años. Considerando su abrumadora pobreza y que su población todavía no alcanza los tres millones, se trata de una productividad asombrosa.
Fruto de una aplicación tropical del capitalismo salvaje, cierto. Al principio, los discos no estaban pensados para el gran público: los propietarios de los sound systems (discotecas móviles) encargaban o realizaban placas exclusivas, para frustrar a sus competidores. Cuando se formó una masa de consumidores, esta demostró una avidez por la novedad que ha sido motor de cambios en música y letras. Pero cuando el público occidental ha asumido un sonido jamaicano, el gusto popular isleño ya ha cambiado radicalmente.
La clave está en la explotación intensiva del talento. Se acostumbraron a editar singles con una sola canción: en la cara B iba una version, toma instrumental del tema principal. Práctica que desembocó en una revolución conceptual, el dub, la manipulación de los masters en la mesa de mezclas. Todo vale: un riddim, un feliz hallazgo rítmico, sea humano o digital, sirve para docenas de títulos.
Los productores jamaicanos llegaron a la praxis de la cadena de montaje tipo Motown. Pero no se preocupaban por enseñar coreografía o buenos modales, como exigía Berry Gordy, Jr. Se trataba de factorías de canciones, funcionando a destajo; solo los instrumentistas estaban a en nómina. Los cantantes eran esenciales pero reemplazables: no solían firmar contratos de artistas exclusivos dado que grababan para diferentes productores. Podían ser famosos en Jamaica y pasar hambre: no había circuito de directos. Nadie se hacía rico con los discos, que inicialmente tenían tiradas mínimas.
Duke Reid era uno de los capataces de aquella plantación. Tipo intimidante, 10 años en la policía de Kingston. Exhibía sus pistolas, su rifle; era leyenda que, alguna vez, disparaba al techo, para que los trabajadores se pusieran las pilas. El estudio, hecho de madera sobre la licorería que regentaba su mujer, tenía buena acústica. Hacía pruebas a los aspirantes; si pasaban el corte, podían ganar cinco o 10 libras por disco. Aunque Brent Dowe, el líder de los Melodians, recuerda que les pagó 30 libras por dos canciones, mientras que Clement Dodd no pasaba de diez.
El problema de Duke era su testarudez. Así, rechazaba la temática rasta, lo que explica que se perdiera el exitazo de los Melodians, Rivers of Babylon. Amaba las grandes melodías, especialmente si venían de EE UU; simpatizaba con los ritmos latinos. Respetaba a los vocalistas expresivos, lo que explica que grabara tantos tríos y cuartetos: Techniques, Jamaicans, Silvertones, Three Tops, Justin Hinds & the Dominoes.
Treasure Isle era su sello principal, aunque contaba con otras marcas: Dutchess, Doctor Bird, Trojan. Esta última, que sirvió para bautizar a la principal distribuidora de música jamaicana en el Reino Unido, se refería a su sound system, que se movía sobre un camión Trojan. El mito de Trojan ha eclipsado a Treasure Isle; Duke murió prematuramente, en 1975.
Ahora, Universal enfatiza su legado con una campaña de reediciones: habrá box set, vinilos y, de momento, tres dobles compactos, cada uno con 40 canciones. Los documentados volúmenes de Treasure Isle presents… se centran en el ska, el rock steady y el reggae. Se venden a un precio tan razonable —-unos 10 euros—que seguramente pasarán inadvertidos.
Oiga, casi mejor: este mundo no se merece belleza tan barata. Por ejemplo, la escucha de Treasure Isle presents rock steady sugiere un museo de mariposas en ámbar: frágiles canciones de amor, ralentizadas tras el frenesí del ska. Sublimes cantantes sobre los ritmos seguros de la banda que dirigía el saxofonista Tommy Cook. Sensualidad inmortal: hacia 1980, Blondie transformaría en éxito mundial The tide is high, de los Paragons. Pero, a finales de los sesenta, nadie pensaba en derechos de autor. Cuando la cosa salía bien, Duke Reid se mostraba generoso: cerveza para todos. Al día siguiente, volvían a la lucha por la vida.
Babelia
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