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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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El feliz paso del tiempo

Uno de los centros culturales más petulantes, arquitectónicamente, de todo Madrid (Tomás y Valiente, de Fuenlabrada), ha hospedado esta semana una de las exposiciones más tiernas de autores infantiles.

El tema de la muestra era el tiempo. Pero no cualquier tiempo entre tantos que hay, sino el “tiempo generacional”, lo que significaba tanto el paso del tiempo como las transformaciones que provoca. Una serie de fotografías (estas a cargo de un profesor) donde aparecían diferentes frutos, desde el plátano al pimiento, daban cuenta del aspecto que tomaba el artículo con solo el correr de las horas. Las demás condiciones eran invariables pero bastaba el tiempo para convertir la lozanía en maduración y lo maduro en podrido. Como continuación, ese desecho se representaba de nuevo bajo una capa de purpurina significando, como en Freud, que el oro se emparenta con la mierda.

Los niños actuaban en todas las salas de ese edificio demoledor. Un mazacote de miles de toneladas, apenas rasgadas por puertas y ventanas de perfil y que contrastaban con la levedad en la que se desenvolvían los pequeños artistas. Aunque, en general, la desenvoltura era una excepción porque incluso en el espacio reservado para la mesa redonda del viernes los oradores no sabían cómo ponerse, de qué modo hablar y con que escándalo pronunciarse para que se les entendiera. Solo he conocido un edificio parecido a éste y es el Museo del Holocausto de Libeskind en Berlín, destinado a provocar experiencias horrendas.

Pero en el Libeskind se advierte desde el exterior que esas heridas de la fachada son el presagio de las sevicias que troceaban los cuerpo. El edificio de Fuenlabrada, del que se siente muy ufana la corporación, es efectivamente un mudo supercontenedor donde casi todo se incluye. Incluye una biblioteca, un auditorio, una escuela de música o áreas de exposición tan finas como la que actualmente alberga obras de Tàpies.

El centro es, sin duda, el centro de las miradas y no solo en horizontal sino empinadamente. En su amplio entorno se ha creado una plaza con mesitas y sombrillas, cafeterías y bares que constituyen lo más amable del conjunto.

Dentro, sin embargo, y pese a sus incomodidades (muy a lo Calatrava), la obra de los chicos era como una melodía que hasta convertía el artefacto en una caja de música. La sonrisa estaba, por ejemplo, muy presente porque los niños han ido a jugar y su arte es el juego. Lanas de colores alrededor de un tronco señalan los imaginarios cromáticos que cada cual atribuye a un día o a una hora. En un panel aparecen fotografías de los padres en su infancia vestidos a la manera de hace cuarenta años y que sus hijos parodian mediante jerseys parecidos o conduciendo coches de pedales del mismo aspecto. El tiempo ahí tiende a parar, pero hay tiempos para todos los gustos.

El tiempo que acompaña raudo a la evolución de la especie, desde el primate que se lo come todo al individuo consumista que paradójicamente aparece rodeado de sobras y sobras. Espirales de relojes pintorescos, murales con collages representando escenas memorables, sentencias que, de manera mágica, dan a pensar que no sabemos nada de lo importante. Ya decía San Agustín que si bien sabía perfectamente qué era el tiempo cuando le preguntaban “el qué” dejaba enseguida de saberlo.

Un niño, Sergio, hace esta reflexión a su modo. Está en el parque esperando a una amiga y cuando la ve llegar, dice: “Entonces sé que ha pasado el tiempo”. ¿Quién puede negarle que además de vivirlo lo ha sopesado, lo ha sorbido y, en suma, lo ha fundido en la ilusión del encuentro?

Lástima que haya durado solo unos días este despliegue ateniéndonos al gran cuidado que han destinado a ello los profesores. Pero ¡y lo bien que se lo han pasado los niños! ¿Aprender jugando? ¿Qué carcamal puede sostener aún que solo se aprende penando?

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