El Reina Sofía replantea su visión de la posguerra
El museo reordena por segunda vez el tramo de la colección permanente que abarca entre 1945 y 1968
Era inevitable. Un cierto aire de déjà vu ha soplado esta mañana durante la presentación de la segunda reordenación de la colección permanente del museo Reina Sofía. La misma que vio la luz con motivo de la celebración del veinte aniversario de la fundación del museo y contó con la visita de la consorte real que da nombre al centro de arte.
El tramo, el segundo de los cuatro en los que Manuel Borja-Villel ha dividido su particular visión de la historia, mantiene el título (¿La guerra ha terminado? Arte en un mundo dividido, 1945-1968), aunque, afirman sus artífices (el director y el equipo de conservación), el relato ha cambiado “sustancialmente”. “Hay algunas salas absolutamente nuevas, incorporaciones importantes como los Oldenburg procedentes de la colección Sonnabend, la donación de la familia de Val del Omar…. La historia nunca es neutra y todo canon implica unos vencedores y unos vencidos. Este es un replanteamiento profundo”, explicó Borja-Villel, que aprovechó la instalación de la muestra de Antoni Muntadas para descolgar las piezas y volver a colocarlas en un nuevo discurso.
Si bien no ha quedado irreconocible, el resultado difiere bastante del planteamiento anterior en las salas que se han tocado, como las de fotografía (a cargo de Horacio Fernández y con el trabajo sobre boxeo que Ramón Massats realizó con Ignacio Aldecoa como presencia destacada), la que pone en diálogo a Rauschenberg con los mencionados monoprints y esculturas de Oldenburg, o la imponente sala dedicada a la Figuración Narrativa europea, que tuvo su big bang en París de finales entre los 50 y 60.
Un superviviente de aquellos encarnizados tiempos, Eduardo Arroyo, ha explicado ante su célebre Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp, que firmó junto a Gilles Aillaud y Antonio Recalcati, que él y sus contemporáneos decidieron oponerse a la abstracción, aunque eso acarrease desagradables polémicas. “Cuando el Pompidou quiso comprar la serie [en el que los tres jóvenes pintores dan una paliza de muerte al inventor del readymade, que por entonces estaba vivo], yo me opuse: sabía que el museo [parisiense] lo iba a enterrar en sus depósitos. Estoy muy orgulloso de que el Reina Sofía lo exponga en esta sala”. Lo acompañan piezas suyas, como los Los cuatro Dictadores, o del Equipo Crónica. Borja-Villel se había congratulado antes de que el museo madrileño cuente con “la mejor colección de Figuración Narrativa fuera de París”.
Arroyo también se ha mostrado mostró orgulloso de la cuchillada que luce el lienzo a la altura de la cara de Recalcati. “Fue la poeta Joyce Mansur”, recordó, “que no podía soportar el ultraje a Duchamp. Yo siempre me opuse a que se restaurase el roto”.
Además del volcánico pintor, al recorrido se han sumado varios de los artistas directamente afectados por la nueva disposición de las salas, situadas en la cuarta planta del edificio Villanueva. Como Darío Villalba, que desde una silla de ruedas asistía emocionado a la perspectiva ofrecida por dos de sus célebres encapsulados en una sala en la que convive con Bacon, Philip Guston o Ronald B. Kitaj.
En la misma sala, dedicada al realismo expresionista, se puede admirar una soberbia pieza de Luis Gordillo. Tras el rediseño aguarda en dos espacios distintos, este y el del tercer tramo de la reordenación (que al concluirse forzó el replanteamiento del segundo). “Lo hemos desvinculado de los Esquizos de Madrid”, había proclamado Borja-Villel.
Un poco más allá, tras una parada en la sala de Alberto Greco, artista performático argentino fallecido en 1964 y predilecto en el nuevo discurso del museo, Ramón Massats se ha fundido en un abrazo con Carlos Pérez Siquier, “los Rolling Stones de la fotografía española”, en la definición de superviviente del segundo. Este arte, que en los cincuenta y sesenta vivió un momento cumbre, explicaba Horacio Fernández, es el nuevo compañero de la obra de Antonio López, cuya representación (dos óleos y un par de esculturas) se enfrenta a los adustos retratos de Virxilio Vieitez y Francisco Ontañón.
Al final del recorrido, parecía justa la sentencia escuchada en la voz torrencial de Arroyo: “Esta es una lectura de olvidados”.
Babelia
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