Un poeta del sinsentido
Tenía todas las papeletas para el suicidio, pero prefirió apurar la vida hasta el final, aun a costa de tener que pagar una implacable cuota de sufrimiento. Edward Lear (1812-1888), cuyo bicentenario celebran estos días los británicos con un amplio programa de actividades, fue el hijo número veinte de unos padres que no tuvieron tiempo ni ganas de hacerle caso. Lo educaron (con pocos medios y mejor voluntad) sus hermanas mayores, que también lo cuidaron cuando se le declararon tempranamente las enfermedades que habrían de acompañarle toda su vida: bronquitis, asma y, sobre todo, epilepsia, el grand mal que en su tiempo se asimilaba a la posesión diabólica y convertía al que lo padecía en una especie de apestado. Lear fue un autodidacta que comenzó a trabajar muy pronto para ganarse la vida. En un momento en que cobraba especial importancia la ilustración de las ciencias naturales, sus dotes para la observación y para el dibujo le proporcionaron ingresos más o menos fijos y una discreta fama que fue aumentando a medida que cumplía con sucesivos encargos. Dibujó pájaros de todas clases -hay quien ha comparado su trabajo con el de Jean-Jacques Audubon (1785-1881)- y realizó el inventario gráfico de los zoológicos privados de los nobles que le empleaban. Sus litografías se vendían profusamente a instituciones o a coleccionistas interesados en el mundo natural. Pero, sobre todo, su oficio le permitió viajar, una de sus grandes pasiones. Vivió varios años en Italia (se compró una casa en San Remo, en cuyo cementerio está enterrado) convirtiéndose pronto en un paisajista bien considerado tanto por la Academia como por los miembros de la Hermandad Prerrafaelita. Viajó por Grecia, Egipto, Ceilán y la India. No se casó nunca, y a pesar de que algunos han apuntado como motivo una presunta homosexualidad, lo cierto es que Lear nunca soportó tener testigos de sus crisis epilépticas: su soledad sentimental fue destino autoimpuesto.
La posteridad ha valorado más su trabajo con las palabras que sus litografías de animales y sus acuarelas de paisajes. Lear es popular, sobre todo, por sus limericks (aunque él nunca los llamó así), esas intraducibles composiciones poéticas compuestas por versos que tienen sentido gramatical pero no semántico, y que se complacen en desafiar las convenciones del lenguaje y del razonamiento lógico: poemas dirigidos a los niños (sus primeros destinatarios fueron los hijos de su patrón, el conde de Derby) que cuentan historias absurdas para quienes no lo sean, y que se basan en una fuerte rima (frecuentemente en forma aabba) y se acompañan con sencillísimos dibujos a línea en los que se ha querido ver otros tantos antecedentes de los chistes gráficos o de las tiras cómicas.
Lear recoge una tradición muy anglosajona que se remonta a las nursery rhymes (canciones de cuna) o, incluso (como opina César Aira, un entusiasta de los non-senses) a los mad songs medievales de los mendigos trastornados, que pedían limosna emitiendo muestras orales de su locura. Una larga tradición que se prolonga en Lewis Carroll, James Joyce, Roald Dahl o John Lenon, y en la que caben neologismos, juegos de palabras, jitanjáforas, puns, vocablos larguísimos (particularmente extravagantes en una lengua en que no abundan) como el célebre supercalifragisliticexpialidocious, y otras invenciones verbales. Lear, que era un maestro en desafiar las expectativas del lector, recogió la mayor parte de sus non-senses en un par de libros cuyo vertido a otras lenguas se revela imposible, a menos que los traductores elijan entre rima e historia sin sentido, lo que les priva de su gracia. Lo intentaron a su modo, por ejemplo, Cristóbal Serra y Eduardo Jordá en el Disparatario que publicó Tusquets hace muchos años. Estos días los británicos vuelven a recitarlos y a crear otros según el viejo modelo. Muchos han descubierto ahora que tienen más sentido que la angustiosa jerga desprovista de rima de las noticias financieras.
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