Rumbo a alguna parte
Cuando la película tuvo su puesta de largo en Cannes, muchas crónicas incidieron en la comicidad involuntaria de la interpretación de Sean Penn
Me gustaría ser claro, pero no serviría de nada”, afirmaba Tony Pagoda, protagonista de Todos tienen razón, debut literario del cineasta Paolo Sorrentino. Pagoda era una estrella venida a menos de la canción ligera italiana: cocainómano, mujeriego y misántropo, rememoraba su vida desde la posición privilegiada del demolido, a través de una voz narrativa infectada de nihilismo, pero imantada por cierta inclinación a lo sórdido y por su habilidad para el contrapunto grotesco.
UN LUGAR DONDE QUEDARSE
Dirección: Paolo Sorrentino.
Intérpretes: Sean Penn, Frances McDormand, Judd Hirsch, Eve Hewson, Harry Dean Stanton.
Género: tragicomedia. Italia, 2011.
Duración: 118 minutos.
Pasarse más de 300 páginas en compañía de esa voz no era la más balsámica de las experiencias, pero Sorrentino articulaba contundentes momentos de auténtica histeria cómica e incisivas derivas filoensayísticas —el sustrato edípico de la canción italiana—, antes de culminar su operación con un poderoso tramo final que diseccionaba el berlusconismo como putrefacción de la Italia de La dolce vita (1960). Tony Pagoda, el antihéroe terminal de Todos tienen razón, era la transustanciación escrita de Tony Pisapia, protagonista de la primera película dirigida por Sorrentino, L’uomo in più (2001), arriesgada propuesta que hacía de un cantante implicado en un escándalo sexual y de un futbolista lesionado intercambiables emblemas de la tenue frontera entre éxito y fracaso.
Es inevitable pensar en ese previo juego de duplicaciones —el pulso entre Tony y Antonio Pisapia en L'uomo in più y la transformación del primero en el Tony Pagoda de Todos tienen razón— a la hora de enfrentarse al desconcertante Cheyenne que contempla al espectador desde el cartel de Un lugar donde quedarse, quinto largometraje de uno de los cineastas más imprevisibles, barrocos y controvertidos de la nueva hornada italiana: un Sean Penn congelado en lo que podría ser una deconstrucción chanante de Robert Smith. Cheyenne forma parte de la descendencia de Pisapia/Pagoda: un monstruo engendrado por la cultura de la fama autoexiliado en el fondo de una piscina vacía.
Cuando la película tuvo su puesta de largo en el festival de Cannes, muchas crónicas incidieron en la (aparente) comicidad involuntaria de la interpretación de Sean Penn. Basta ver la película fuera del abrumador contexto de un certamen internacional para detectar que esa comicidad no tiene nada de involuntaria: Sorrentino, Penn y, también, el portentoso y operístico operador Luca Bigazzi han construido, en total complicidad, un sofisticado, excéntrico artilugio tragicómico, en cuyo motor lo ridículo (Cheyenne) incendia lo grave (el Holocausto) para recorrer una road movie imposible, que exalta y desarticula la quintaesencial excentricidad de carretera secundaria americana. Sorrentino reivindica al David Lynch de Una historia verdadera (1999) y al David Byrne de True stories (1986) (y de toda su obra artística en solitario o con Talking Heads) como dioses tutelares de su salto mortal: al final del recorrido, a lo ridículo le habrá crecido el alma y, tras lo grave, se revelará una humillación particular y relativa. Sorrentino podría haberse esforzado en ser más claro, pero tampoco le hubiese servido de nada. La (mejor) excentricidad nunca será para todos los gustos.
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