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48 horas con Lang Lang

Le vimos despertarse, viajar, disertar en Oxford, actuar en Londres con la filarmónica de N. York 48 horas con el gran pianista de su generación, dan para comprender la dimensión de su carisma

Jesús Ruiz Mantilla
Lang Lang en una prueba de sonido
Lang Lang en una prueba de sonidoJordi Adrià

Cuando Lang Lang nació, hace 29 años, en Oxford, lejos de su país, apenas estudiaban chinos. Hace unas semanas, un buen puñado de los más de 800 que ocupan las aulas de la universidad británica más famosa del mundo –junto con Cambridge– llenaron uno de sus foros centenarios para acribillarle con toda su gentileza a preguntas.

Había estudiantes de informática, de historia, de biología, de política, de economía, de filosofía, de literatura… La cola daba la vuelta a la sede de la Union Debating Chamber, un añejo club con olor y abrazo de cuero, libros gastados con sus papeles en sepia y madera donde han disertado desde Albert Einstein hasta Obama y de Madonna o Johnny Depp a este músico que crece y abre las fronteras de un mundo antaño cerrado a las élites hacia una globalidad que desconoce sus límites potenciales.

Pero el ritmo y la cadencia de Lang Lang son más lentos y sostenidos que los de otros jóvenes también prometedores. Ya a sus 29 años, con una carrera que le hace dar más de 100 actuaciones cada temporada desde que tenía poco más de 20, cree, en sintonía con Lao Tse, que su vida es una larga sucesión de peldaños y pasos hacia el infinito.

Cuando Lang Lang era un crío inquieto y solitario, mimado por su madre, exigido ya con mano de hierro por su padre, iba haciéndose a la idea de que con sus nacientes cualidades, en la familia buscarían hacer de él un hombre de provecho. Lo que quizá no sospechaban era que se convertiría en un icono y un modelo absoluto a imitar por los jóvenes del país que lidera ya el mundo. Es lo que cree la joven Rilly Chen, de 20 años, estudiante de historia en Oxford: “En China, cada padre quiere lo mejor para sus hijos. Estamos saliendo de una cultura antigua y en mi país se hace mucho dinero. Pero esto no se transforma casi nunca en beneficio social. Lang Lang sí lo hace”.

Lo que llama la atención es el campo en que finalmente destacó. Bien le hubiese gustado ser delantero del Barça, el equipo que adora, un Messi imantado de poderes sobrenaturales. O quizá rapero, como su admirado Eminem, capaz de emular lo que él define así: “Esa poesía hipnótica que me fascinó cuando llegué a Estados Unidos”.

Hoy en cierto sentido es ambas cosas. Goleador en un mundo donde el éxito no se labra solo al azar, sino por el talento, el estudio, la paciencia, el temple y la cabeza fría. Pero también Lang Lang resulta urdidor de estrofas con pegada, aunque no con sílabas punzantes que hablen de sexo, drogas, paro y peleas callejeras, sino a base del fraseo delicado y enérgico que dota a su piano cuando se adentra en el alma de Chopin, el temperamento atormentado de Chaikovski, la lógica ultrasensible de Bach, las audacias de Beethoven, los vericuetos de Isaac Albéniz, de quien este pianista se siente rendido admirador de la suite Iberia, o de Granados, cuyas Goyescas aprendió a amar cuando las escuchó a través de Alicia de Larrocha.

Así, con el arte en sus manos, las palabras certeras en su cabeza y cierta literalidad de su nombre Lâng (brillante y luminoso) confluyente con su apellido Làng (generoso), ha conseguido que el 90% de sus seguidores tengan menos de 20 años y ha contribuido exponencialmente al milagro de que 40 millones de niños estudien piano en su país.

Pero la culpa la tuvieron Tom y Jerry. Fue después de verles corretear por las teclas de un piano, cuando casi todavía no hablaba pero era capaz de reírse a carcajadas sentado frente al influjo del televisor. Contaba apenas tres años y sintió el impulso de imitarlos. Quizá más seguro de convertirse, con suerte, en un muñecajo de goma que se estira en el lápiz y los colores para agigantar la imaginación y la alegría de los niños que en un músico eminente. Le entusiasmó aquella trifulca del ratón y el gato con un sonido de fondo capaz de cambiarle la vida al ritmo de la Rapsodia húngara número 2 de Liszt.

A ese cebo se unieron otros factores. La frustración de unos padres con vocación artística castrados por las escasas perspectivas de luz que ofrecía la Revolución Cultural. “Aquello robó a nuestros mayores sus sueños e hizo que los recuperaran después de haber sido advertidos del peligro de perseguirlos en sus hijos”, comenta Lang.

Él era un músico del ejército con escasas opciones de ser promovido. Ella, actriz y cantante, acabó trabajando en una granja y en una compañía como telefonista. Vivían en Shenyang, una ciudad china perteneciente a la provincia de Liaoning donde el niño nació en 1982. Allí fue al conservatorio y despertó a los aromas de la música gracias al maestro Zhu. Este supuso una influencia determinante en su vida de la misma forma que una profesora impresentable lo fue después en el conservatorio de Pekín.

El pequeño Lang no tuvo solo que soportar las penurias de una vida sin recursos apenas para pagarse la calefacción que calentara sus manos de noche para practicar, sino que tuvo que aguantar las insolencias de una maestra que un buen día se negó a seguir enseñándole: fue, según supo él después, “por la influencia que los padres de otros niños tuvieron en ella para dejar de apoyarme”.

Ya su creciente talento resultaba amenazador. Aquella catástrofe solo podía ser vencida por el poder evocador del episodio con Tom y Jerry a la greña: “Odié a aquella profesora. Todo lo que hacía me lo juzgaba mal”. Fue la primera prueba seria de resistencia para la moral de Lang Lang. Por muy mal que lo hiciera, el niño, a los tres años, ya tocaba. A los cinco dio su primer concierto en público y a los 13 dominaba los Estudios de Chopin, una de las cumbres del repertorio. Y eso con un triste piano en casa, “la mayor parte del tiempo desafinado”.

Hasta ahí, el camino fue espinoso. Y al rechazo que le produjeron sus primeros pasos por culpa de aquella mujer intratable se unieron nubes más cercanas: la actitud de su padre. Se habían trasladado juntos a Pekín dentro de un piso diminuto y frío. Se defendían con lo poco que les enviaba su madre desde Shenyang.

Habían apostado sus vidas por él. Sacrificado cada aliento, cada inversión, cada hora por él. No podía fallar. Quizá por eso el pianista hoy es capaz de disculpar la actitud obsesivamente férrea con la que su padre le marcaba. Tenía, como ha escrito Lang en su autobiografía –Un viaje de millones de kilómetros (Alba Editorial)–, el síndrome del número uno.

Aquello le llevó a no pasar ni un fallo. Cuando el chaval fracasó en uno de los concursos a los que se presentó, llegó a casa y le ofreció una solución que dividía su vida en dos posibilidades truculentas: “Suicídate. O bien te tiras por la ventana o te tomas un tarro de pastillas”.

El joven Lang, con muchos más dedos de frente que su padre, optó por otra cosa: darse literalmente cabezazos contra las paredes y olvidarse del piano una temporada. Pero nada de quitarse la vida. Tomó una tercera decisión: dejar de hablarle. Después, más o menos, se han ido reconciliando. Aunque lejos uno del otro. “Lo dejó todo por mí, para él fue un mazazo. Con el tiempo he podido perdonarle. Es un hombre muy tradicional, le gusta que se hagan las cosas a su manera. Ahora cuida de lo que hacemos en China”. Lo dicho: lejos.

No así su madre. Ella suele viajar con él: le cuida, se cuidan. Mantienen una intensa relación de madre e hijo únicos. Lang cree que a veces esta manera de llevarse evidencia una de las diferencias entre Occidente y el Lejano Oriente. La madre a veces entra en la habitación de su hijo para reprocharle cosas. “En China, ellas son así”. Cuando se le aduce que no es que en China sean así, sino que en cualquier parte del mundo una madre de hijo único actúa igual e incluso con mayor intensidad, se tranquiliza.

Pero no es la única persona en el mundo empeñada en darle un trato singular a Lang Lang. La impronta, la influencia de su figura, le convierte en una golosina junto a la que quieren fotografiarse mandatarios, responsables de ONG, organizadores de eventos culturales y deportivos –volverá a actuar en el contexto de los Juegos Olímpicos de Londres después de haberlo hecho en la ceremonia de apertura de los de Pekín– y ejecutivos de varias multinacionales.

De hecho, Lang Lang es un referente para su discográfica, Sony, pero lo es más para una empresa como Telefónica, una de cuyas filiales es la segunda operadora de su país, China Unicom, y que según su vicepresidente, Luis Abril, ha escogido a Lang como icono para difundir valores globales.

El pianista se siente cómodo con esa alianza. Cree útil esparcir su música en plan masivo, bien en politonos o bien explorando nuevas tecnologías de retransmisión de sus conciertos en 3-D o experimentando con hologramas. Todo está por hacerse en ese campo y para ello es necesario contar con la mentalidad de un joven que comprenda las infinitas posibilidades que ofrecen los nuevos avances para multiplicar los públicos. Pero nada de lo que se haga tendrá sentido para Lang Lang si las apuestas no acaban por llenar los teatros. “Es allí donde debe disfrutarse de la música en las mejores condiciones. Si me presto a eso, es como un cebo muy poderoso capaz de acabar llevando a quienes se fijen en él para disfrutar de la música en directo”, afirma.

En ese campo, Lang Lang es el visionario de su generación a la manera que lo fue Herbert von Karajan de la suya con respecto a la industria discográfica. Pero si en ese aspecto convence, le podría resultar más difícil ganarse a los del colmillo retorcido, es decir, a aquellos críticos, expertos, guardianes de las esencias dispuestos a echar en cara un arte y una madurez que según algunos aún está por ver.

No es lo que creen directores legendarios como Zubin Mehta o el propio Barenboim, que le ha apadrinado, le ha formado y le ha catapultado señalándolo con el dedo como la estrella indiscutible de su generación. Y es que antes que icono global, Lang Lang es un pianista…

Dicha palabra concita alrededor suyo todo tipo de rarezas. Seriedad, cierto aislamiento, manías… Pero a Lang Lang apenas se le conocen caprichos inquietantes y a la vez huye del aislamiento como del demonio insistiendo en que los intérpretes deben salir de sus torres de marfil y devolver a la sociedad lo que esta les da. Cierta actitud de aislamiento sí se requiere cuando uno desea convertirse en pianista con cierta capacidad para dejar huella.

En él, el aislamiento se hace patente cuando se sienta al piano. Bien puede ser el que muy a menudo le colocan en las habitaciones de los hoteles donde se aloja o bien en el sótano del Barbican Center, una hora antes de salir al escenario para tocar, junto a la Filarmónica de Nueva York, el Segundo concierto de Bartok.

Ahí, ciertamente, Lang Lang se transforma mientras confluyen en sus dedos la magia blanca y negra de Vladímir Horowitz, la capacidad de concentración de Benedetti Michelangeli, sin que el arte de esos dos genios a quienes Lang Lang venera incluso en sus rarezas sea incompatible con la extravertida maestría y la capacidad de comunicación que tenía otro de sus admirados, como Arthur Rubinstein. De hecho, los tres estaban en su memoria, en su invocación y en su karma cuando Lang Lang debutó en el Carnegie Hall. Una velada que él recuerda, hasta el momento, como “el mejor recital que he dado en mi vida”.

Fue una de esas noches en las que todo queda lejano. En las que todo cobra lógica. Incluso el sinsentido del sacrificio inútil requerido por su padre o la figura de aquella perniciosa maestra. No solo talento innato –que lo tiene–, suerte –que también la busca– o instinto y sacrificio –que, por descontado, le sobran– ha demostrado Lang Lang en su vida. También una filosofía de lentitud zen. “En la vida hay que ir peldaño a peldaño”.

Paso a paso para hacer ese viaje de millones de kilómetros, la frase que le remonta a Lao Tse para su autobiografía. Es algo que tiene muy claro y se aplica Jason Zhou, estudiante de ingeniería informática en Oxford. “Él es un ejemplo de cómo no sucumbir a la presión”, afirma este joven chino de 21 años.

Momentos antes, Lang Lang había dado pruebas de cómo los comentarios fuera de lugar no deben hacerte cisco. Cómo debes sobreponerte a las frases hirientes y mirar atrás con cierta ironía: “Mi padre toca el erhu, nuestro violín de dos cuerdas; intentó que yo dominara ese instrumento, pero poco a poco desistió. Según él, quien lo interpreta debe extraer el sonido de un caballo y a mí me salía el de un burro”.

Menos mal, porque la multitud de colores, matices y estilos adecuados a cada repertorio sin dejar de lado la impronta propia es lo que desprende Lang cada vez que aborda sus programas. Esa sutileza, esa previa y sofisticada madurez, no riñe con un encanto de fenómeno fan que también le entronca con otro gran intérprete histórico: Franz Liszt. Furor es lo que causa Lang Lang por donde pasa. Un furor que atrae sobre todo a sus compatriotas, que le veneran como símbolo del triunfo de un individualismo comprometido en un país que actualmente se debate en la esquizofrenia del éxito personal y los deberes respecto al colectivo.

En eso, Lang Lang se ha erigido en todo un icono que no decrece y que arrastra a otros dentro de su mismo campo, como pueden ser Yundi Li o ahora la jovencísima Yuja Wang, a quien no le gusta nada que le comparen con el iniciador del fenómeno. Un fenómeno que se ha extendido de China a Occidente con nuevas referencias, nuevas formas de entender la mezcla de miradas frescas con la actitud férrea en un ambiente de increíble exigencia y espíritu de sacrificio como es el del piano.

Pero estos jóvenes caminan por el mundo permeables y abiertos. Dispuestos a dejarse calar por los cambios y las sensaciones que ellos experimentan. Lang Lang cuenta así cómo llegó a Alemania después de que su padre pidiera prestado para que se presentara a una competición en Ettlingen. Aquello provocó un impacto curioso en un adolescente llegado de otro mundo. “La gente hablaba pausadamente, nadie empujaba ni gritaba. Mientras me desplazaba en tren y observaba la profundidad gris de los bosques, los cauces zigzagueantes de los ríos y los castillos lejanos, escuchaba a Beethoven en lo más profundo de mi ser”, comenta mientras repiquetea su discurso con sus manos largas.

Después ganó otros concursos de más prestigio, como el Chaikovski, y luego se mudó a Filadelfia para estudiar en el Curtis Institute. Pero a otro nivel: “Con un apartamento bien climatizado, un piano Steinway en el salón y todos los gastos pagados”. En esos días, su padre estaba con él. Pero fue el momento en que se le diagnosticó un mal respiratorio que le ha obligado a replegarse y que también acercó a Lang hacia su figura. “Nunca he podido dejar de escuchar dentro de mí que no ensayo lo suficiente”.

Pero sí como para estar a punto de aprovechar lo que fue su primera oportunidad. “Se presentó cuando Andre Watts suspendió un concierto en Ravinia con la Chicago Symphony”. Necesitaban alguien capaz de interpretar el Primer concierto de Chaikovski. Lang Lang dijo sí. Suerte y dedicación se conjuraron. La segunda, porque había estudiado suficiente. La primera, porque en la sala estaban, entre otros, Isaac Stern y Alicia de Larrocha. Ahí supo que todo lo pasado había merecido la pena porque precisamente ese día comenzaba su futuro. Hoy Lang Lang es un presente prometedor. El de una figura que revoluciona la accesibilidad a la gran música por medio de las altas tecnologías, el de un pianista creciente, icónico, abierto y de un talento sin barreras, el de un artista que reta a las futuras generaciones a seguir la grandeza de una nueva estela.

EN OXFORD con su madre. Bajo la atenta mirada de su madre, Lang Lang se viste para no defraudar en una cita importante. Elegante, con abrigo de Burberry’s y sus camisas de Adolfo Domínguez –es un loco de la moda–, el pianista chino se preparó a fondo una intervención en la Union Debating Chamber de la Universidad de Oxford. Allí habló de su vida, de su infancia dura y de sus sueños. vida y música. Ante un muy nutrido grupo de jóvenes estudiantes provenientes de países de todo el mundo, Lang Lang contó su vida en el mismo foro donde hace décadas también participó Albert Einstein o hace poco Barack Obama. La mayoría de quienes hicieron cola para entrar eran chinos. Actualmente, 800 estudiantes de ese país cursan carrera en Oxford. concierto en londres. Después de un día movido en Oxford, Lang Lang se acerca a Londres, donde debe dar un concierto junto a la Filarmónica de Nueva York, bajo la dirección de Alan Gilbert. El pianista se siente como en casa junto a esos músicos. Hoy, varios de sus componentes son chinos y algunos han estudiado con él en el conservatorio de Pekín. Lang Lang prueba el piano en los sótanos de la Barbican. atracción fan. Admira a varios pianistas históricos, como Horowitz, Benedetti Michelangeli y Rubinstein. Pero Lang Lang es un heredero del fenómeno fan que persiguió a Franz Liszt. El 90% de sus admiradores tiene menos de 20 años; hoy es en gran parte culpable de que 40 millones de niños estudien piano en su país. Vive entre Nueva York, Europa (Alemania principalmente) y China, y en la intimidad le gusta divertirse, el hip-hop –admira los versos hipnóticos de los raperos– y el fútbol. Muere por Messi y el jamón de bellota. Con abrigo. Lang Lang prueba el sonido del piano antes de disertar e interpretar alguna pieza en la Union Debating Chamber de la Universidad de Oxford.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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