¿Cultura / cultura o cultura / ‘show’?
Mario Vargas Llosa y el pensador Gilles Lipovetsky debaten sobre el estado de las artes y su influjo social en la presentación del nuevo libro del Nobel
La inteligencia puede ser un espectáculo. Lo han demostrado en la sede madrileña del Instituto Cervantes el escritor y premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa y el pensador francés y teórico de la contemporaneidad Gilles Lipovetsky. Fue en un evento que trascendió a la mera presentación del nuevo libro del primero (La civilización del espectáculo, Alfaguara) para convertirse en uno de esos vibrantes debates intelectuales que se reclaman en el ensayo, un acontecimiento editorial que además abre un espacio para la discusión crítica sobre la agonía de la cultura tal como la conocíamos ante el empuje del entretenimiento.
La puesta en escena tuvo mucho de traslación a las tres dimensiones del capítulo inaugural de la obra. En él, Vargas Llosa viaja de T. S. Eliot a Frédéric Martel, pasando por George Steiner, Guy Debord o el ensayo La cultura mundo, del propio Lipovetsky, gran teórico de la posmodernidad que, ya se sabe, es territorio abonado para los fuegos de artificio que tanto “preocupan y angustian” al Nobel hispanoperuano, acompañado de su mujer Patricia. Presentarse en un debate moderado por Montserrat Iglesias, directora de Cultura del Instituto Cervantes ante un contrincante de peso que observa el proceso denunciado “sin inquietud”, dijo mucho de la creencia de Vargas Llosa en la discusión.
Abrió fuego el escritor con una justificación. “Mi intención es incitar a reflexionar sobre los peligros de que el entretenimiento se convierta en la columna vertebral de la sociedad y además que esto suceda con el beneplácito de los que antes representaban los valores culturales”. ¿Es por tanto la desaparición de la alta cultura, que se fue por el mismo sumidero por el que se esfumaron los intelectuales, absolutamente negativa? No siempre, pero sí en la mayoría de los casos, opina Vargas Llosa: “Su desplome ha significado el triunfo de una gran confusión y la caída de ciertos valores estéticos sobre los que no existe un canon, que la vieja cultura sí había establecido. Eso es extraordinario porque da libertad infinita, pero dentro de esa libertad podemos ser víctimas de los peores engaños. El más dramático, el de las artes plásticas”.
“Lo que no se puede negar”, intervino entonces Lipovetsky, “es que la sociedad del espectáculo ha masificado los comportamientos, pero también ha dado un grado mayor de autonomía para desmontar el pensamiento hegemónico de los grandes intelectuales”. Y puso como ejemplo de esa paradójica libertad a la televisión: “Tumba de la alta cultura, pero también escenario de opciones para la gente”.
El pensador francés dudó entonces de si la receta de Vargas Llosa, que se pudo reducir a un imperativo (“Leed a Proust”), tiene sentido en, puso por caso, un suburbio de una gran ciudad como París. Y recordó que la cultura no lo puede todo. “Piensen en el nazismo, surgió en la patria de Kant y Nietzsche”. A lo que el Nobel repuso: “Lo primero que hicieron los nazis al llegar al poder fue una gran pira con su cultura. Haber podido leer y entender a Joyce, gozar con Góngora, me hizo comprender mejor la política, las relaciones humanas, lo que anda bien, mal o muy muy mal. Cuando Proust escribía estaba trabajando por la libertad. Y esos chicos de la banlieue a lo mejor no lo saben pero esa literatura se creó para llenar el vacío de sus vidas”.
Era la primera vez que el escritor volvía al Instituto Cervantes después de pronunciar el “gracias, pero no, gracias” ante el ofrecimiento de presidirlo, y acaso por eso el acto convocó a diversas personalidades. A atender a la conversación en español y francés comparecieron el ministro de Industria, Energía y Turismo, José Manuel Soria, y Víctor García de la Concha, director del Instituto Cervantes, que hizo una ardiente defensa del Vargas Llosa “batallador intelectual”. También asistieron compañeros de la RAE como Gregorio Salvador, Darío Villanueva o José Manuel Blecua, el presidente del Grupo Santillana Emiliano Martínez, el periodista Juan Cruz (“siempre con su libreta y su lápiz”, reza la dedicatoria del libro) y los escritores Jorge Volpi y Jorge Edwards.
Al término del debate, Vargas Llosa celebró sus divergencias con Lipovetsky, porque, al fin y al cabo, confió en que todos estarían al menos de acuerdo en que “hay que leer a Joyce a Proust, a Rimbaud”. Entonces, y tras la firma de libros, la concurrencia se escabulló. Imposible saber si corrieron a deleitarse con En busca del tiempo perdido o a asistir al gran espectáculo del partido del Madrid. Sí se confió en que el apasionado madridismo de Vargas Llosa le obligaría a hacer lo propio.
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