Arte y Esperanto: los globos de la globalización
Conferencia presentada en el seminario internacional 'Repensar los modernismos latinoamericanos' en el Reina Sofía.
El Esperanto, el idioma internacional que Ludwig Zamenhof inventara en 1876 fue una idea coherente con sus posiciones anti-nacionalistas. Zamenhof declaró: “Estoy convencido que el nacionalismo ofrece nada más que las mayores infelicidades a la humanidad…Es verdad que el nacionalismo de los oprimidos—como una reacción natural de defensa—es más excusable que el nacionalismo de los opresores; pero si el nacionalismo de los fuertes es innoble, el de los débiles es imprudente, y ambos se apoyan mutuamente.”[i] Zamenhof soñaba con un mundo unido por un idioma común que borraría los conflictos, y efectivamente, a pesar que el Esperanto no se impuso, fue nominado para un premio Nobel.
En 1936 hubo un intento de incluir el Esperanto en el currículo de las escuelas secundarias de Nueva York. La petición fue rechazada con el argumento que en el caso del Esperanto no se trataba de un idioma sino de un código y por lo tanto carecía de las condiciones necesarias para ser integrado a la enseñanza. La idea de código aquí fue interpretada como la forma que toma la información, no la comunicación, y éste es el significado que le voy a dar a la palabra. La decisión fue polémica y los argumentos no vienen al caso aquí y tampoco sé quien tiene razón.
Pero lo que me interesa en esto es la diferencia que pueda existir entre código e idioma, en que lugar se supone que la descodificación de la información presente en un código termina refiriéndose a su traducción desde un idioma de referencia para trasladarse a un nuevo idioma. Y, claro, como todo esto se aplica al arte. El idioma que sirve de referencia tiene una base de sobreentendidos colectivos que son tácitos y que expresan ciertas intuiciones comunes. El código, aunque puede representar esos sobreentendidos, no los genera de por sí, por lo menos no mientras sea un código en lugar de un idioma. La frontera entre ambos es frágil y de ahí la polémica.
Se podría decir que cuando alguien aprende un segundo idioma ese idioma pasa por una etapa de ser solamente un código. Las palabras allí no tienen significado ni resonancias, son signos objetivos. Permanecen como cáscaras hasta que son traducidas al primer idioma del quien está aprendiendo el segundo. Es solamente más tarde, con la fluencia, que el segundo idioma adquiere su propia coherencia independiente y logra reflejar subjetividades colectivas.
Todo esto es algo que también se aplica al arte, aunque allí las cosas se complican. Muchas veces se habla del arte como si fuera un idioma universal similar al Esperanto, muchas veces se hace arte como una manera de codificar ideas y significados ajenos a él, y muchas veces no sabemos bien que cuernos estamos haciendo y por lo tanto no sabemos como clasificarlo. Es allí cuando atribuimos las cosas a la intuición.
Hace unos meses me invitaron a charlar con los alumnos de una clase en una universidad y una de las preguntas que me hicieron fue sobre que me parecía la afirmación frecuentemente hecha en los EEUU: que el arte de América Latina es una manifestación menor de las artes hechas en los centros culturales, (esto siendo un eufemismo para Nueva York). Contesté que me parecía muy bien. Que lo que me parecía mal era que en América Latina, a su vez, no se hablara del arte de los EEUU como si fuera una manifestación inferior. El estudiante, por supuesto, pensó que lo que yo quería decir es que el arte latinoamericano es mejor que el del norte.
En realidad no importa que pienso con respecto a las superioridades y para aclarar las cosas expliqué que estábamos comparando dos paquetes primorosamente envueltos, y que en estas discusiones generalmente nos limitamos a discutir el papel que envuelve y no lo que hay dentro de los paquetes. La aproximación formalista de discutir el papel de envolver nos hace creer, erróneamente, que el arte puede ser considerado un idioma universal. Si discutiéramos lo que hay dentro de los paquetes nos daríamos cuenta que el arte, por lo menos en gran parte, no es universal sino algo local. O sea, que en el lugar de origen es, hasta cierto punto, un idioma. Cuando va a otro lado pasa por la etapa de código, hasta posiblemente luego convertirse en un idioma. Pero para entonces ya no tiene por qué ser el mismo idioma que lo originó. Es más probable que para entonces se haya convertido en un dialecto. O sea que la nueva versión contiene desviaciones idiomáticas y ya no refleja las subjetividades colectivas del lugar de origen, sino las del segundo lugar. En este lugar ya no es el objeto de arte lo que interesa sino el todo aquello dentro del cual el objeto articula y es articulado.
Esta situación quizás explica por qué la industria del cine y de la televisión de Estados Unidos siente la obligación de rehacer películas y programas de televisión ya hechos a la perfección en otros países. Con muy pocas excepciones generalmente logran un producto degradado, pero con un mayor acceso público gracias a la incorporación de los sobreentendidos locales. Es sorprendente que hasta hoy nadie haya intentado pintar una nueva versión de la Mona Lisa para un mejor consumo. Pero es un hecho que los sobreentendidos extranjeros de la obra original, en cuanto perceptibles pero incomprensibles por su permanencia en el nivel código, distraen del poder narrativo.
La discusión sobre lo que hay dentro del paquete es lo que nos permite entender que lo que estamos enfrentando no es realmente el objeto sino una problemática que tomó cuerpo y fue solucionada en el objeto. Esto hace que la “objetividad” ( y hago el juego de palabras a propósito) sea muy relativa y quizás inalcanzable. Al mismo tiempo es esa objetividad, como opuesta a lo subjetivo, lo que se necesitaría para lograr un idioma universal.
Aquí es donde entra la diferencia entre idioma y código. Pienso que cuando surge una estética genuina, es decir relacionada con un entorno y logrando una comunicación completa, estamos en presencia de un idioma. Cuando el aspecto formal de esa estética pasa a otros lugares o públicos en donde se la entiende solamente como una serie de formas, es decir sin entender lo que está en dentro del paquete, estamos en presencia de un código y no de un idioma.
Con el desarrollo del arte abstracto a principios del siglo veinte europeo, las intenciones de las artes visuales se aproximaron a algo parecido al Esperanto, y la distancia entre idioma y código aparentemente se acortó en mucho. Visto esquemáticamente, la ideología detrás de ambos, código e idioma, pareció ser la misma.
Lo que estaba en el paquete durante la figuración fue la narrativa o lo que el cuadro nos contaba. La figuración era el código con el cual se presentaba el cuento. Por ser figuración, la apariencia estaba lo suficientemente relacionada con lo que uno ve cotidianamente como para dar la impresión que el código es invisible. En cierto modo y sin saberlo, la figuración del siglo diecinueve estaba más cerca del idioma Esperanto que lo que vino después.
Lo interesante de la abstracción posterior es que dio más visibilidad al código. En una evolución hacia la tautología que eventualmente llevó al arte a definir el concretismo y las manifestaciones que lo siguieron, el código se convirtió en el contenido del idioma. En una visión similar a la de Zamenhof, los artistas de la abstracción también creyeron que ese proceso abría la posibilidad para una internacionalización destinada a mejorar el mundo.
Un lugar común dice que el arte se adelanta a los razonamientos científicos. Aquí más bien parecería que las actitudes científicas y racionalizantes de la Ilustración del siglo dieciocho recién llegaron al arte en el siglo diecinueve. La herencia no solamente fue metodológica sino que también incluía las promesas de superación y progreso que nos vendían hasta hace poco.
La racionalización analítica modernista comenzó con el Impresionismo cuando se empezó, si no a descomponerlo, por lo menos a acentuar una de las partes de lo que entonces era un total artístico. Fue utilizar a la toma de conciencia de la codificación y la exploración del potencial del código como base de la creación. Con la figuración rota, los demás ingredientes fueron tomando su turno como si fueran instrumentos ejecutando sólos en una sesión de jazz. Cada instrumento fue creando su propio “ismo”, y en lugar de un concierto terminamos con lo que en arte hoy llamamos modernismo.
Muy crudamente, y si seguimos los criterios hegemónicos para lo que quiero discutir aquí, las categorías históricas del proceso creativo en el siglo veinte pasan del tema-y-variaciones de la figuración a la abstracción y al concretismo. Luego continúan hacia el reduccionismo y a la desmaterialización del arte. El proceso no es tan limpio y esquemático como generalmente nos cuentan, pero aquí el esquema sirve para anotar las desviaciones que se producen en los países de América Latina al relacionarse con estos estilos: Como se pasa de idioma a código, como el código pasa a ser un nuevo idioma, o como un nuevo idioma es malentendido por que parece utilizar un código similar a otros, etc.
Como estudiante de arte en los años cincuenta, nos trataban de convencer que el arte abstracto era el símbolo ineludible de la vanguardia. A mediados de esa misma década, en los centros hegemónicos, ya existía el “informalismo”, el abstracto-expresionismo y el “arte otro”. Esos nuevos movimientos daban mucho más complejidad y confusión al tema, pero la discusión se seguía basando en la polarización simplista de figuración/abstracción. En una escuela de arte que seguía fielmente el modelo de la academia francesa, la abstracción no solamente equivalía a la rebelión sino que también ofrecía una forma de escaparse de la prisión pedagógica. Ese signo de libertad permitió mantener las categorías artísticas en un nivel de generalización cercano a lo banal, y también, a una mezcla irracional de estéticas con políticas que llevaban a contradicciones que nadie discutía.
Gracias a las decisiones de EEUU durante la guerra fría, y políticamente hablando, era la abstracción la que debía ser vista como una estética alineada con el anticomunismo. No importaba que en sus ideales utópicos la abstracción estaba mucho más cerca de una sociedad igualitaria que la figuración. Pero si analizamos a la figuración y a la abstracción en relación al público, las diferencias son menos radicales.
La figuración existía en base a narrativas que se diferenciaban en sus mensajes explícitos, pero no en el rol atribuido al espectador. La figuración contaba cuentos que había que escuchar y por eso era utilizada para la propaganda. Lo interesante es que la figuración fue condenada, no por el peligro de la pasividad que generaba el código, sino por el contenido narrativo que explotaba esa pasividad. Desde un punto de vista puramente formalista, el código figurativo agrupaba a gente como Churchill, Eisenhower y Hitler en un mismo grupo estético de pintores aficionados. Extrañamente, no existen gobernantes que hagan arte abstracto o que tengan como hobby una estética más reciente. Vytautas Landsbergis, presidente de Lituania de 1990 a 1992, fue miembro de Fluxus, pero era músico.
La abstracción, al más o menos aislar las formas de su contexto narrativo tradicional, se preciaba de liberar al espectador. El arte ya no se trataría solamente de ver formas sino también de jugar con ellas. Y al concentrarse en el código se acercaría a una estructura de lenguaje que lo haría internacional. Pero tanto en la figuración como en la abstracción, fue el código lo que se acercó a la internacionalización, no el idioma. Probablemente el movimiento que estuvo más cerca de lograr el internacionalismo fue el funcionalismo, ya que las necesidades prácticas tenían más posibilidades de ser compartidas por encima de las fronteras. Con un código de representación que sigue fielmente las instrucciones de esas necesidades, el funcionalismo tenía un pasaporte que trascendía no solamente las naciones sino también las fronteras ideológicas.
Probablemente la lección más duradera que nos dejaron el diseño y la arquitectura funcionalistas sea el entendimiento de que estaban solucionando problemas claramente formulados y elegantemente solucionados. La evaluación es más factible cuando no hay lugar para la interferencia de gustos locales.
A pesar de las ambiciones internacionalistas de las vanguardias europeas, muchas obras iniciales de la abstracción fueron resultado, e incluso ilustraciones, de creencias teosóficas y antroposóficas (Malevich, Kandinsky y Mondrian entre ellos) y otras manifestaciones más o menos místicas. En ese sentido son obras programáticas que aun mantienen una narrativa, que continúan la separación entre código e idioma, y que no son universalmente inteligibles. Esta mezcla de una objetividad visible con un oscurantismo subyacente confunde al público aun más que la figuración precedente. La figuración al menos tenía la virtud de narrar su oscurantismo abiertamente.
En obras posteriores, el misticismo no necesariamente se define por medio de cultos pero sí en la búsqueda de una esencia capaz de definir el arte más allá de su presencia material. Incluso el arte conceptual estadounidense, en sus investigaciones tautológicas, mantiene este espiritualismo como una de sus bases. Coherentemente con la investigación de la auto-existencia se trató de excluir lo poético y lo performático como interferencias que impiden la integración total de código con idioma. Ese nuevo espiritualismo podría ser considerado como suficientemente general para trascender fronteras, pero de hecho no lo es al representar intereses que no necesariamente son compartibles en todos lados.
Cuando pasamos a las zonas no hegemónicas, la situación se complica, incluso en las periferias consideradas occidentales. Por un lado es justamente el flujo de la información que impide la pureza de todo esquema. La influencia de la moda puede sugerir atractivos de corto alcance—por ejemplo, hoy ya nadie se acuerda de los experimentos informalistas hechos en América Latina. Además, en cuanto la importación se encuentra con el obstáculo de las necesidades locales, se producen cambios sustanciales que llevan al reciclaje o a la revisión de la información. Las necesidades que generaron ciertas formas en un ambiente no son necesariamente compartidas en otro.
Cuando las obras abstractas llegaron a América Latina, lo hicieron en apariencia y sin el cuerpo teórico que las había generado. E incluso la apariencia vino con ciertas distorsiones ya que la información llegaba mayoritariamente por medio de reproducciones y no por originales. Es famosa la desilusión que sufrió un artista argentino al ver por primera vez un cuadro neoplástico de Mondrian. Descubrió que su pintura carecía la precisión prometida en la reproducción impresa. En las revistas no solamente no se veía la factura manual de la pintura, sino que ésta resultaba ser importante. La perfección sugerida por las reproducciones terminó definiendo el terminado del abstraccionismo argentino.
Cuando el código y el idioma son importados en lugar de surgir localmente, el artista seducido tiene que decidir que utilización les da. Algunos deciden seguir jugando con la composición, otros tratan de adivinar significados ocultos, y aun otros reciclan el paquete para sus propios fines. Creo que ningún artista latinoamericano se hizo teósofo para hacer sus cuadros abstractos.
Generalmente, los que eligen especular sobre la composición pura deciden contribuir a un conocimiento universal y no local. Para esta “universalidad”, igual que el científico, el artista tiene que abocarse a la solución de problemas lo suficientemente genéricos como para separarse de los localismos. En arte esos temas tienden a ser tan generales que muchas veces rayan en la banalidad. En la figuración eran cosas como el amor, la maternidad, la muerte o si no, para tener un poco más de libertad y no meterse en dramas, la naturaleza muerta y el paisaje. En la abstracción tenemos la codificación selectiva de la realidad por un lado o, por otro, la composición formal pura. En la primera se cae en algo cercano a la estilización. En la segunda los comentarios son sobre el arte mismo y no sobre el entorno o la creencia que lo genera. La potencia de lo local, sin embargo, contamina. En Uruguay, Torres-García creía que la abstracción pura, desligada de la figuración, pertenecía a las culturas “frías”. En Chile, muchos años después, Ramón Vergara Grez, creó el movimiento de la “geometría andina”. Por medio de “la extensión, el silencio y el vacío”, buscaba “la trascendencia y espiritualidad como antítesis de la ‘tecnomercancía atea’”.[ii]
En 1951 Max Bill, típico artista internacionalista, expuso en San Pablo. Meses después recibió el premio de la Bienal en la misma ciudad. La escultura premiada fue su “Unidad Tripartita” (1949), un derivado de la cinta de Moebius y basada en las matemáticas de las superficies no-orientables. En su momento la obra fue considerada como un ejemplo emblemático de un arte sin fronteras. Max Bill tuvo un gran impacto en la obra de los artistas brasileños y una obra clásica del arte brasileño generada por esa presencia fue “Caminando” (1963) de Lygia Clark. Clark recoge el ejemplo de la cinta Moebius, pero su obra se desvía de Max Bill en muchos puntos fundamentales. Toma la forma de una pulsera descartable, la pulsera es compartida por dos personas simultáneamente, y la obra deja el campo de las matemáticas para convertirse en un símbolo de relaciones afectivas. Impredeciblemente, tanto Clark como en la obra de su colega y amigo Hélio Oiticica, desde fines de la década del 50 en adelante, llevaron las formas de la geometría abstracta a convertirse en mecanismos de comunicación corporal con el espectador. En Clark este proceso culminaría en relaciones terapéuticas que se ubican entre el arte y la psiquiatría. En Oiticica el proceso termina en su participación en las escuelas de samba, en sus parangolés o capas usables, y en una corporización y poética de los colores.
El problema de gran parte de este tipo de análisis es que se basa en observaciones y compilaciones de anécdotas. En la narración de “la” o “las” historias de arte, estas anécdotas siempre se acompañan con casos muy individuales que aspiran a ser ejemplares. Digo esto porque en el caso de Clark y Oiticica se produjo un ejemplo de la antropofagia proclamada por Oswald de Andrade una treintena de años antes. Pero esa parte, aun si cierta, es incidental. Lo que realmente importa aquí es que el reciclaje y el sincretismo siempre constituyeron una parte importante de las culturas dependientes. El hecho de si Clark y Oiticica continuaron o no el pensamiento de Andrade no afecta realmente la evaluación del impacto social y cultural de su obra.
Partir, como es habitual, de las anécdotas individualizadas para estudiar la cultura impide en realidad entender que energía real tuvo el artista como palanca activadora. Podemos ver de donde vinieron y adonde fueron las influencias, pero el resultado de ese estudio queda dentro de un campo muy restringido y bastante incestuoso. Al final de la investigación terminamos con una red de biografías entrelazadas y una colección de objetos coordinada con esa red. Y generalmente nos quedamos dentro de una estructura dependiente de los criterios hegemónicos.
Si el proceso analítico del modernismo sirvió para algo fue porque expandió el campo de las elecciones formales y materiales, incluyendo una posible desaparición del soporte material. Desde fines de la década del sesenta se intentó unificar todo el arte que no recurriera a un soporte material tradicional dentro de una categoría internacional. A esos efectos se usaron los títulos de “arte conceptual”, arte “desmaterializado”, “arte de ideas”, etc. Gracias al poder institucional, al lugar geográfico, y a la fecha (1970), la exposición Information organizada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York quedó registrada como el jalón definitivo. La empresa fue establecer dos ideas: la de un arte no dependiente de materiales y la de un movimiento de amplitud internacional. Ambas fueron falsas.
La primer falsedad es el intento de definir un movimiento artístico por un material empleado o por su falta. Este intento viene de una larga tradición de confundir arte con artesanía. Esa tradición se limita a describir como se hacen las cosas. No trata de las cosas mismas y de su función como generadoras de conocimientos. La segunda falsedad, la internacionalización, obliga a ver todo el arte del mundo bajo una lupa diseñada en los centros hegemónicos. Con ello se asume que hay una única genealogía como origen y con ello se niega o ignora la existencia y el papel de las historias y condiciones locales.
Es interesante que incluso en el desarrollo del conceptualismo existen discrepancias. En EEUU se acepta que el arte conceptual ortodoxo es una evolución del minimalismo. En Europa las raíces son más eclécticas e incluyen el informalismo, el Situacionismo, Fluxus, el Nouveau Réalisme, e incluso la figuración. De cualquier modo, en ambos centros, y con la excepción del Situacionismo, el desarrollo artístico se mantiene más o menos dentro de los parámetros de la definición disciplinaria de arte. Aun más, incluso aquí, la visión que se tiene del artista es la de un productor autónomo de objetos. Esto permite que una historia del arte, también disciplinaria, se concentre en la contemplación y apreciación de la obra como objeto, de la misma manera que se vino haciendo previamente.
Lo interesante en América Latina es que el desarrollo hacia el conceptualismo fue híbrido. Por un lado, en una cultura fuertemente sometida a las influencias colonizadoras, la información sobre los procesos hegemónicos afectaron la producción artística. El flujo unidireccional de la información y la tentación de medirse con y en los centros inevitablemente tuvo impacto en una gran cantidad de artistas. Pero por otro lado, las condiciones locales nutrieron ese flujo o generaron nuevas necesidades.
La apertura formal iniciada durante el siglo veinte permitió barrer con las fronteras disciplinarias de las artesanías artísticas tradicionales. La situación socioeconómica y política demandó atenciones distintas a las de un mercado tradicional. Tanto la división de clases como la conciencia correspondiente fue, durante el siglo veinte, mucho mayor allí que en los centros. Y gracias al recorrido histórico de subordinación económica y política, la historia cultural de América Latina tiene raíces muy distintas a las de los centros hegemónicos.
La apertura conceptualista en América Latina por lo tanto no es consecuencia de lo que sucede en los centros sino que surge como una respuesta a las crisis locales y a ciertas tradiciones culturales más autóctonas. No es casual entonces que durante las mismas décadas del conceptualismo en América Latina también se hayan desarrollado: a) las nuevas reformas universitarias que pusieron al día los preceptos de la Reforma universitaria de Córdoba de 1918, b) la teología de la Liberación, c) la pedagogía de Paulo Freire, d) las operaciones creativas del movimiento guerrillero de los Tupamaros, y que hasta cierto punto se hayan polinizado mutuamente con el conceptualismo artístico. Sin una consideración de todo este panorama, un análisis del movimiento queda en una visión puramente superficial.
Es por todo esto que me gusta referirme a Simón Rodríguez como uno de los orígenes autóctonos del conceptualismo en América Latina. El maestro de Simón Bolívar ya tenía claro que uno de los problemas en la comunicación es la erosión de la información cuando ésta pasa del emisor al receptor. A principios del siglo diecinueve Rodríguez comenzó a diagramar sus textos con líneas quebradas, cambios de tipografía y alusiones caligramáticas para reflejar el orden de su pensamiento y poder recrearlo lo más fielmente posible en la mente del lector. Con una meta política, sin pensar en arte, y sin preocupaciones poéticas o formalistas, Rodríguez anticipó en unos setenta años a los recursos formales de la poesía de Mallarmé y más tarde de los futuristas.
Durante su evolución, el conceptualismo latinoamericano no se despoetizó como lo hizo el hegemónico, sino que se insertó en una tradición poética que viene de Vicente Huidobro, pasa por Oswald de Andrade y luego va a dar en Nicanor Parra. Y cuando se desmaterializó no lo hizo como parte de un dogma estético. Lo hizo por economía y por eficiencia. El conceptualismo latinoamericano forma parte de una estrategia en la cual la producción es secundaria, y en lugar de usar la palabra esteticismo más bien se le puede acusar de oportunismo. Oportunismo aquí no es algo negativo sino que literalmente significa que opera utilizando la energía que le ofrece la oportunidad. Esto permite aceptar la objetualidad, e incluso la sensualidad, de la obra de arte en los casos necesarios. Pero más que nada, permite que el artista tenga una visión mucho más comprehensiva de los problemas a resolver de lo que permite un pincel u otro instrumento utilizado en la fabricación de objetos artísticos.
Ernesto Dussel, un teórico de la Teología de la Liberación, observó que la Iglesia, al negar la carne, ignoraba “el trabajo manual, la tortura a cargo del dictador o del aprendiz de la CIA. Nada tiene valor [para la Iglesia] a menos que sea visto desde los valores eternos o desde la perspectiva de los valores espirituales y las virtudes culturales del alma”. “La ética de la liberación es carnal, si por carnal entendemos el ser humano completo en su unidad indivisible.” [iii]
Esta descripción parece describir bastante certeramente la diferencia entre el arte conceptual hegemónico y el conceptualismo latinoamericano. Y permite, a su vez, ignorar los dañinos estereotipos tradicionales en los cuales se habla de realismo mágico, de indigenismo político, o de indigenismo a secas.
Sin embargo, no alcanza con establecer estas diferencias de contenido y de estrategia. Aunque más flexibles, éstas todavía presumen que por el puro hecho de cambiar de medio cultural un mismo artista se adaptaría actuando con estrategias formales y contenidos distintos. La situación probablemente es mucho más compleja, y los cambios que el medio produce en la actuación mucho menos inmediatos.
Hace poco leí un libro sobre filosofía experimental que me vino como anillo al dedo. Algunos autores en ese campo hablan muy críticamente de lo que denominan un “romanticismo epistémico”. Se refieren con esto a la creencia en que el conocimiento de las normas epistemológicas correctas es algo que estaría implantado en nosotros, y que con ciertas estrategias estas normas pueden ser descubiertas. Las estrategias utilizadas para revelar estas normas se basan en la intuición. La crítica con respecto a esta posición se apoya en varios estudios que prueban que los procesos intuitivos no son constantes sino que varían de cultura en cultura. La variación más aparente está en la causalidad utilizada en las culturas occidentales para hacer conexiones. Mientras tanto, las culturas asiáticas utilizan referencias holísticas e integrales.[iv] Si bien estos estudios no se dirigen al arte, es justamente en el arte donde el empleo de la intuición se acepta con más frecuencia y sin cuestionamiento.
En su acepción cotidiana, la intuición es un instrumento un poco misterioso, inexplicable, y sin embargo utilizado como una fuente de certezas. Sin embargo, de acuerdo a algunos autores, en una posición que me parece más interesante, la intuición es la destreza que conduce a tomar decisiones basadas en el reconocimiento y la comparación de configuraciones o patrones. Siguiendo esta posición existe una intuición popular y una intuición experta. Especialmente la primera funciona distorsionada por los afectos y las situaciones contextuales. Pero siendo una destreza, la intuición puede ser desarrollada y refinada. Es la intuición experta la que invocamos durante la búsqueda de verdades, pero son verdades que siempre permanecen condicionadas culturalmente.[v]
Los artistas pertenecen claramente a esta clase de peritos de la intuición, pero no podemos perder de vista que el funcionamiento de esta pericia no conduce a verdades absolutas. Es una pericia que funciona correctamente para un acceso a ciertas verdades, verdades que lo son dentro de una cultura particular, pero no lo son dentro de otra.
Sin yo ser un experto en estos temas, parecería que la creencia en que los valores artísticos tienen una vigencia universal se basa en el romanticismo epistémico que estos filósofos critican. Por las dinámicas que rigen la escritura de la historia, esa universalidad deriva de las “normas epistemológicas correctas” que están implantadas en los miembros de las culturas hegemónicas. Al referirse a estas culturas, estas normas crean una plataforma de acción que se convierte en la “correcta” en detrimento de las otras. Es entonces, dentro de esta plataforma y sus suposiciones, donde se desarrolla la pericia dominante.
En un mundo donde el flujo de la información todavía es unidireccional, esa noción de lo que es correcto, y esa pericia, se establecen como referentes para evaluar todas las demás pericias. Dentro de la cultura dominante estos valores pasan a ser auto-evidentes, y la auto-evidencia es un acto intuitivo. Dentro de las demás culturas y con mayor o menor éxito, también tratan de convertirse en auto-evidentes.
Es ésta la misma clase de auto-evidencia que justificó El Requerimiento de 1513. El Requerimiento fue el documento que los conquistadores españoles les leían a los habitantes de las Américas, en español. Les avisaban, probablemente en voz muy alta para que entendieran mejor, que si no aceptaban la autoridad de los reyes de España como dueños de estas tierras serían responsables de los castigos violentos y desagradables que sufrirían como consecuencia. Aquí no solamente la propiedad de los reyes era auto-evidente, sino también el conocimiento del código y el idioma que traían los invasores.
En fin, ya sé que hoy estamos en la época del pos-colonialismo y todo eso. Pero no logro convencerme de que el uso absoluto de la auto-evidencia, de la afirmación de un arte con valores universales, de la imposición transcultural de lo obligatoriamente es correcto, no tengan un dejo agobiante de aroma colonialista. Sea así o no, creo que un buen análisis acompañado de una lata de desodorante, nos pueden ayudar a aclarar la situación.
[i] De Wikipedia en inglés: “"I am profoundly convinced that every nationalism offers humanity only the greatest unhappiness... It is true that the nationalism of oppressed peoples – as a natural self-defensive reaction – is much more excusable than the nationalism of peoples who oppress; but, if the nationalism of the strong is ignoble, the nationalism of the weak is imprudent; both give birth to and support each other…”
[ii] Acceso el 26.10.2011
http://www.mac.uchile.cl/exposiciones/anteriores/mayo2007/r_vergara_grez.html
[iii] Enrique Dussel, Ethics and Community, Orbis Books, Mariknoll, New York, 1988, pp. 62-63
[iv] Jonathan M. Weinberg, Shaun Nichols y Stephen Stich en Joshua Knobe, Experimental Philosophy, Oxford University Press, 2008
[v] Tom Rand, “Intuition as Evidence in Philosophical Analisis: Taking Connectionism Seriously,” tesis de doctorado para la University of Toronto, 2008, pp. 7 y subsiguientes.
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