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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esa cara no se la regalaron

Marcos Ordóñez

Repaso películas y fotografías de Erland Josephson intentando atrapar un atisbo de su esencia, de lo que le hacía tan grande y tan distinto. Desde luego jugaban a su favor el porte, la altura, la autoridad; la voz profunda y grave, los gestos lentos. Falta el “algo más”. Probemos de nuevo. Hay actores operísticos, actores sinfónicos, y actores que nos permiten, con muy pocas notas, acercarnos a un misterio y compartir una interioridad, como si estuvieran interpretando música de cámara, como si les bañara una permanente luz de invierno: Josephson era, obviamente, de estos últimos. ¿Se pueden combinar lentitud y ligereza? Sí. La única vez que le vi en teatro fue interpretando al doctor Rank en Casa de muñecas, un montaje del Dramaten, dirigido por Bergman. El moribundo doctor Rank confesaba su amor a Nora, que era la joven Pernilla Ostergren, y se movía por el escenario como si ya no pesara, como si en su cuerpo solo hubiera lugar para ese último anhelo.

Luego, por supuesto, estaban sus ojos. Los ojos del que ha mirado mucho, hacia fuera y, sobre todo, hacia dentro. Y el rostro, que cambia notablemente con el paso del tiempo. En sus películas de los setenta había en su rostro (desnudo, sin barba) algo brutal, malévolo y oscuro, una cierta viscosidad anímica. La mayor parte de sus personajes de esa época (que culmina con Secretos de un matrimonio) son neuróticos, atormentados y egoístas. En los primeros ochenta hay un cambio físico, según sentencia del tiempo: barba y cabellos blancos, de viejo león, signos visibles de una elegancia, una fuerza y una nobleza hasta entonces agazapadas. Yo creo que en los setenta no hubiera podido dar el perfil del cabalista Isaak Jacobi de Fanny y Alexander, donde se conjugan majestuosamente la sabiduría y la implacabilidad de un dios antiguo.

Jugaban a favor de Erland Josephson el porte, la altura, la autoridad; la voz profunda y grave

En esos años fue Nietzsche a las órdenes de Liliana Cavani, pero podía haber sido un impresionante Gurdjieff. Ese rostro no se lo regalaron: está esculpido día a día y revela la huella y el trasluz de sus experiencias. He leído estos días varias entrevistas con Erland Josephson y en ellas dice cosas que me parecen muy significativas y muy inusuales. Elsa Fernández-Santos le pregunta por su trabajo al frente del Dramaten. Un actor corriente hubiera dicho: “Oh, sí, fue una gran experiencia, blablablá”. Josephson dice: “Aprendí mucho, sobre todo de mí mismo. Aprendí que me gusta el poder, y el contacto con el poder es una experiencia peligrosa. Fue importante percibir eso y lo fue también volver a ser luego un actor más de la compañía”. La carrera de un gran actor se define no sólo por lo que elige sino sobre todo por lo que rechaza. “De cuando en cuando”, leo, “necesito alejarme de la actuación. Es un riesgo actuar demasiado. Yo tengo mis expresiones para el amor y para el dolor, y a veces me asusta cómo se puede uno acercar a la prostitución mental y despilfarrar esos recursos. Necesito protegerme de eso, retirarme para luego volver limpio”.

Desde los ochenta hasta el final, Josephson nos da cuatro interpretaciones que son pura música de cámara: Después del ensayo (1984), En presencia de un ‘clown’ (1997), Infiel (2000) y Saraband (2003). A esta lista añadiría, desde luego, sus dos grandes trabajos con Tarkovski: Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986). De la culminante Saraband, su despedida (y la de Bergman) recordaré siempre el impresionante momento del ataque de pánico en plena noche, cuando aparece, tembloroso y totalmente desnudo, en la habitación de Liv Ullman. ¿Cuántos actores de su edad (o más jóvenes) se hubieran atrevido a eso?

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